domingo, 10 de junio de 2007

La calle

Vengo de la calle. Ha salido un mediodía espléndido. Sin embargo debió llover de madrugada. Salí a tomar un café con leche. Luego he buscado un banco seco en el parque enfrente de casa y me he puesto a leer la prensa. Un diario nacional y uno deportivo para olvidar las calamidades del primero. Alguna de estas serán abordadas en el futuro en este espacio. Cuando tenga más ganas que ahora. Hay que ver, el destino cambia en un minuto.

Hasta allí ha llegado un paisano al que las palomas reconocieron según entraba. Y lo rodearon jubilosas. Llevaba dos o tres bolsas de pan hecho miga. Para que no se atraganten las aves. Antes de su llegada ya había estado yo describiendo por teléfono lo que a mí me parecía algo llamativo y triste, y es que un número considerable de entre ellas eran cojitas. Y debe ser ésta la época de celo, porque las más altas, henchido el cuello, perseguían a las palomas pequeñitas, que ponían los pies en polvorosa por ponerlo difícil, supongo. La pena es que una de ellas, coja hasta no poder casi apoyar más que una de las patas, hacía lo imposible por seguir a una en particular, pero esta caminaba rápido huyendo, quizá porque preferiría empollarse con otro, menos tullido. A mí que soy un romántico empedernido se me vino entonces la idea de hacerme con ambos ejemplares para meterlos en una caja hasta que hagan lo que sea que hagan estos bichos para tener prole propia. ¡Qué lástima ver que cuanto más corría él con la pata de garfio más corría ella huyendo! Manteniendo siempre más o menos la misma distancia, como un querer y no poder, aunque no esté tan lejos, tres pasos, es ya inalcanzable.

Decía que llegó aquel paisano con sus bolsas de migas y las palomas se le metían literalmente dentro de las bolsas. Reconociendo con sus pequeños cerebros de nuez que aquel hombre no es de los que las espantan, muy al contrario.

Un rato después era yo el que le preguntaba desde mi banco si acudía allí con frecuencia diaria. El hombre me dijo que sí, que a veces eran ellas las que lo iban a buscar a la residencia. Y me contó que vivió en Valencia 4 años. Que nació en A Coruña, que fue en tiempos camionero y que hizo también algo de mar, pero por poco tiempo. Que volvió de Valencia porque su esposa quiso tener un asturianín, así que volvieron para quedarse. Que vivió en Arriondas. Que su esposa enfermó de Alzheimer y que él tuvo que abandonarlo todo. Que murió algo después y que ahora estaba allí, feliz y contento, camino de cumplir 77 años.

Todo esto me lo contó de extremo a extremo, con un enjambre de palomas picoteando alrededor. Le dije que me alegraba de haberlo conocido y que se le veía muy bien. Él se despedía con la mano. Ni siquiera sé como se llamaba.

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