lunes, 24 de octubre de 2005

Filosofías

Ayer preparamos en casa de Sestea una empanada de hojaldre. A cuenta de colocar los papeles sobre la bandeja iniciamos una agradable discusión. Ella había puesto los papeles que vienen en la caja con la pasta de hojaldre, uno encima del otro, y yo los separé para que cubrieran mejor toda la bandeja. "Verás como los extremos del papel se queman" me dijo. Y se quemaron.

El caso es que yo le dije que había que ser muy zoquetita para poner los papeles uno encima del otro, como para hacer calco. Le reconocí su memoria mayor, sin comparación con la mía, tan chiquita, y abrí la veda con media sonrisa. "Tienes mucha más memoria que yo, para qué lo vamos a negar, oyes una canción y te la sabes, pero parece claro que yo soy más listo", "sólo alguien bastante torpón pondría los papeles de esa manera". Ella reía diciendo que qué digo, porque está dispuesta a defender su inteligencia por encima de cualquier cosa, y yo reía removiendo en la sartén el atún, la cebolla y el pimiento rojo picado con el tomate frito, porque en memoria e inteligencia andaré frente a ella siempre dos sets abajo.


Hace algunos días pensaba sobre la vida. Las decisiones que se toman. El carácter perdedor del hombre desde que nace, simplemente porque no lo podrá abarcar todo. Sus pasos en pos de un objetivo lo alejarán de otros. Cada acercamiento hacia una meta alejará otras que se volverán imposibles (condenados a descartar mucho más que a escoger). El triunfo en una disciplina conllevará también el reconocimiento de muchos más fracasos, pues no solo fracasa el que se quedó en el intento, también aquel otro que lo abandonó todo por perseguir algo, independientemente de que ese algo se consiga.

¿En cuántas materias más hubiera podido destacar Einstein?
Simplemente le faltó tiempo para demostrar su inmensa valía.

¿Cuántas veces hubiera cambiado aquel deportista todas sus medallas por ser recordado por méritos distintos que los deportivos?
Sobretodo cuando de anciano aquellas proezas le quedaban tan lejos. Como hubiera deseado análogos éxitos a los conseguidos pero en el terreno del intelecto.

La vida de este modo es un pasillo repleto de puertas, el individuo llega hasta ellas y toca el pomo. No puede estar convencido, enteramente convencido de acertar traspase la que traspase. Toca con la palma de la mano cada puerta, midiendo la temperatura, meditando no se sabe qué, porque no sabrá a que atenerse. El profundo desconocimiento de casi todo, lo escogido y lo descartado infecta la misma toma en consideración. Sin embargo entra en una y descubre un nuevo pasillo, nuevas decisiones que irán construyendo su vida. Y en cada pasillo encontrará nueva gente que irán componiendo las piezas del puzzle de sus recuerdos, gente nueva que ante las mismas puertas tomará sus propias decisiones. El hombre entonces, eterno insatisfecho por lo conocido sentirá la pena y la amargura del paso del tiempo. Y querrá volver a los antiguos pasillos, a la gente que dejó atrás. De vuelta a anteriores pasillos probará en otras puertas que llevarán a otras y a otras. Pero siempre quedarán puertas por abrir, tantas que ni siquiera se consideraron, quizá por nimiedades como ahorrar dos pasos. La voluntad clara de un trayecto más corto. Y en su regreso volverá a encontrar a las personas, pero ya nada será lo mismo. Ellos y él mismo estarán cambiados, porque la vida nos cambia. Aprendemos a vivir viviendo. Con el poso que dan los años, todas las conquistas no son nada frente a tanto irrealizable.

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