martes, 24 de enero de 2006

Seguro de morir

Dado que en el trabajo se me hizo un seguro de vida queda de mi mano escoger los beneficiarios de la indemnización de mi muerte, o lo que es paradójico los beneficiarios de que pase de este mundo a no se sabe muy bien donde (nadie regresó para contarlo o no le creímos). La paradoja está en que los beneficiarios en la póliza de mi desaparición han de ser por fuerza aquellos que más la lamenten. Aquellos de entre todos que me quisieron más en vida y por consiguiente los que más me echarán de menos. Aquellos para los que el dinero será el más triste consuelo.

El criterio de las aseguradoras sería beneficiar siguiendo un listado preconcebido a no ser que el asegurado lo concrete de otro modo. Yo, particularmente yo que soy titular de muy pocas cosas (ni siquiera suplente), puede decidir para que se haga como yo quiera. Propongamos entonces que en vez de beneficiar a mis padres que nunca me pidieron nada, pese a darlo todo, que no necesitarán por suerte de desembolsos económicos extraordinarios, en vez de beneficiar a mis hermanos y hermanas que han ido encontrando su sitio y sabrán desenvolverse en la vida ajustando sus necesidades a los recursos; hagamos caso omiso de los listados de corcho que sirven para los que no tienen boca. Yo cedería con el disgusto que da saberse de despedida todo el montante amargo por mi partida accidental a S que será la inicial de quien dio sin medida tantas veces que son incontables.


Es común pasar por la vida sin mirar más allá, sin pensar en futuros de más de 15 días. Pasamos la vida ignorando la muerte que es un tabú sin gracia. Pensamos como en las calamidades que no nos ocurrirá a nosotros, pese a la certeza de que a todos les ocurre. ¿Qué tendremos nosotros para permanecer? ¿Por qué seremos inmortales? ¿Por qué si los demás cayeron aguantaremos en pie sine die?

La respuesta es que no seremos eternos pese a que nos queramos aferrar al mundo furiosamente. No lo pensaste demasiado (como yo) porque no es grato, uno se siente incómodo y es que la idea de la muerte irrita al alma como una alergia al cuerpo.


A mí me quedan muchos años, espero que en su mayoría predominantemente felices. Tengo una salud de hierro y la determinación ciega que dan mil metas. Pero como decía aquel consciente del porvenir, hagamos las cosas bien. Y si es verdad que lo que no se ve no existe (como el árbol que cayó en el bosque sin que nadie lo oyera), reconforta saber al menos que cuando uno ya no sea testigo de lo que sucede habrá disfrutado la certidumbre de que se harán las cosas siguiendo esa voluntad (que perdura, que cuenta y vale tras la acontecida, esta sí eterna, incuestionable) que vence a la muerte ordenando la vida de los vivos, como un legado resucitado, como cuentan que fue la última batalla ganada por El Cid, difunto pero enhiesto en su caballo, atemorizando desde lejos al enemigo rendido sin remedio a su silueta invencible.

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