domingo, 25 de febrero de 2007

Alvarado o el notable

¿Te imaginas revolviendo el baúl de un rincón en una habitación abandonada? La habitación que quedó para los cachivaches, para los trastos viejos.

Así estoy yo.




ALVARADO O EL NOTABLE


Alvarado era un hombre de entrecejo poblado, y cara amarga. Tenía la mirada aviesa. Y las intenciones torcidas.
Menos amigas que amigos, menos amigos que dedos en la mano. Mala leche por las mañanas en cafés solitarios. Cogiendo la taza, se le metía la uña dentro del líquido. Madrugador innato, diríase que antes del café no dormía sino que reposaba, con gesto de amargor en el rostro y los ojos entreabiertos. Su cama es una marabunta de sábanas terrosas. Y allí juega a perder los calcetines que quedan con él dentro de la cama. Duerme con calzones largos hasta las rodillas, que le provocan incómodos escozores. Sobre todo cuando camina. Vive en un primero sin ascensor. Sube los escalones con las alpargatas y los calcetines.
Alvarado tiene 47 años y mira en los contenedores. Arroja las manazas dentro y las saca acartonadas. No parece que tenga esos años, sino muchos más. Se queda mirando los culos femeninos que caminan por la calle. Los mira mientras entierra las manos en las bolsas de basura. También los mira al reposar apoyado contra un edificio de tu ciudad. Se le despiertan apetitos varios. Algunos más difíciles de satisfacer que otros. ¿Es lascivo, el bueno? Se tiene a sí mismo.
Al tendero de la esquina lo conoce desde hace años. A Alvarado le fía, y también le dice, aunque de vez en cuando: Joder Alvarado, con ese nombre tenías que ser marqués por lo menos, y a continuación se echa una carcajada larga, felicitándose de su ingenio o memoria, quien sabe. Alvarado sonríe relajando su amargura. Y le pide un palillo para hurgarse entre los dientes. A Alvarado le gusta la sopa de fideos, eso sí, cargada de garbanzos y patata. Comiendo se rasca el cuello, que calor más asqueroso que hace, pero el tendero está con las uñas descarnadas de meterlas en la pila de agua helada que mana gratis del grifo y no le hace caso, Alvarado se rasca la cabeza, la epidermis irritada bajo el cabello.
Por la tarde se echa en el césped del parque y mira como viene el sueño al asalto de su conciencia. También mira las gafas del ejecutivo que pausado cruza el semáforo. Mira su corbata de Armani, aunque Alvarado no sabe si es o no de Armani, pero sabe que tiene que ser buena. Y los zapatos brillantes, impecables los mira levantando la cabeza de los brazos. Ese mamoncete tiene que ganar una pasta. Seguro que tiene un cochazo. Y seguro que viaja lejos.
Alvarado se despierta cuando el sol ha pedido permiso para ausentarse. De hecho cuando se está yendo, en el obligado trámite de batirse en retirada. El día se vuelve naranja. Alvarado cambia su posición para quedar mirando hacia el cielo. Gira la cara y ve el sol que al huir se refleja en el espejo de ventanas que es un edificio. Despierta la cara con marcas de haber apoyado su peso sobre su brazo que es la almohada que no tiene. La camiseta estaba arrugada y sucia y ahora también mojada, pues su boca en el sueño era una fuente de baba, un riachuelo húmedo y somnoliento. Se la alisa con la mano izquierda que se le humidifica. Busca el lugar que es propicio, y se sienta en el suelo cerca de donde se celebra la misa. Agudiza su oído y escucha a los feligreses cantar como uno. Prepara su caja de puros vacía para que den unos donativos. Es un canje extraordinario, a él el dinero le facilita la vida y sus vicios, y él si no consigue el cielo para sus benefactores, al menos sí logra que se vayan al calor de su hogar con un corazón enorme dentro de sus palpitantes pechos.
Alvarado no tiene casi nada. Sus proyectos, que por supuesto los tuvo, pues son pasatiempo barato de mentes inquietas, se difuminaron como imposibles. Dándole la espalda o pasando de largo. Los éxitos son siempre un accidente temporal. Él vivió algunos pero siempre le parecieron relativos y de poco valor. Y tan poco repetidos que se acostumbró a pasar sin ellos, como se acostumbró a sobrevivir con un mínimo que cada día era más escaso. Su vida era lamentable y se lo reconoció a sí mismo como una bofetada, como la verdad escondida repentinamente revelada, hace ya algún tiempo. Ese día lloró más de lo que había llorado nunca. Porque hasta que repitió en voz alta, pero solo para sus oídos, tu vida es miserable, no reparó en que tanto tiempo por vivir consumido significa que no hay un retorno a mejor. Que su vida está marcada por el estigma del fracaso irrevocable, que no es posible que ni él ni nadie cambie eso. En su casa miró su rostro en el espejo y vio que bajo esa nariz doblada, esas ojeras, ese gesto amargo, había un fondo que se evidenciaba en sus ojos. Angustia. E hizo de su rostro la virtud, apagando las llamas de su mirada por una paz que sólo conoce quien se acepta a sí mismo.
Y en el fracaso con mayúsculas se adentró como el valiente nadador se mete en aguas remotas, convencido de haber sufragado empresas más grandes. Era el fracaso que se asoma a la calle con manías persecutorias, el autista vocacional, que pasa silencioso levantando la barbilla desde la miseria hasta el cielo.
Contrató con una aseguradora un buen caudal de dinero que costease su encierro en la otra vida, esto es en la muerte, que es más callada que él y también más miserable. Se puso a pagara religiosamente unas cantidades mensuales, y ayunó algunas noches de algunos días.
Alvarado vuelve a la casa y se tira sobre la cama y se vuelve a quedar dormido. Y en el sueño viaja por las nubes donde mira el mundo y el interior de las personas. Así va condenando a unos y elogiando a otros. Y en plena condena, aparece en un lavabo inmaculado como de un anuncio, más metros al cuadrado. Y mira el espejo y se ve pero con otro rostro, pero se reconoce por el fondo de los ojos. Que ahora son más juntos y potencian su impresión de insistencia. Él mira sus pupilas en el sueño dormido, y físicamente en su camastro se le menean los ojos en sus cuencas. Y de súbito, el brazo le desaparece en un aullido resignado. Le duele el brazo que le falta y que el espejo le arrebata. Y en el pecho le crece una inyección de adrenalina que le obliga a separar los ojos de su cara distinta de los ojos juntos, suyos que desde el otro lado aún lo miran. Los baldosines vibran. Sus manos agarran tela y la comprimen, unos momentos. Luego queda exánime y en paz.
Alvarado muerto fue encontrado por sus emanaciones de muerto delatoras. El tendero se lo explica, hacía días que no le veía, algo de esto ya me figuraba yo. Su cuerpo es retirado por la funeraria, que con gesto amargo, tiene que enterrar al indigente como a un señor. Alvarado es encerrado en pino e introducido en el mejor coche que lo portó jamás.


21 de Julio del 2000

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