viernes, 8 de agosto de 2008

Las Olimpiadas

Sus huesos son sobrinos de mis huesos.

Dieguitos y Mafaldas - Joaquín Sabina



Empiezan las Olimpiadas, toda esa gente preparada para hacer deporte y yo viendo marchar la semana sin siquiera echarme a la piscina. Me espera un fin de semana maratoniano, viendo deporte a todas horas, a ver si se me pega algo y corriendo por la casa me cruzo con las deportivas, aquí playeras, y me bajo a correr por las calles, que hay más espacio para cansar antes.

Aunque no me puedo quejar, las comidas turcas primero me cerraron en banda, aunque esté mal que lo diga, luego andan diciendo que no me callo nada, es verdad, y fui engordando como un ávaro que todo lo guarda, hasta lo inservible. Y cuando por fin encuentro un hotel suficientemente confortable como para poder abrirle mi corazón y lo que no es corazón se acaban los días en la Capadocia y me devuelven a uno de tres estrellas siendo muy generosos, con la colcha salpicada de manchas blancas que creímos de lejía por no pensar más. Y vuelta a los orígenes de la cerrazón sin motivo, ¿o es que mi cuerpo se estresa por viajar y estoy condenado a no salir de casa?

Sin embargo quizá porque el cuerpo empezaba a hacerse a mi nuevo y fugaz hogar, o tal vez porque aquello ya no daba más de si, que yo parecía Ronaldinho pero en guapo y pobre, volví a confraternizar con el habitáculo lo suficiente como para vaciar la parte de mis sentimientos de menor valor, y lo que no eran sentimientos precisamente.

Pero en esas el viaje se acaba y yo me quedo descompuesto literalmente y sin más días de viaje. Podría escribir ríos de tinta sobre el estado en que regresaba, al igual que muchos otros, tan perjudicados o más, pero los arrojé por el inodoro en sucesivas visitas, que hacía como un enfermo que se acordara de la salud perdida.

Así las cosas me he quedado fino como cuando tenía veinte años. De manera que maldita la falta que me hace demostrar al mundo si puedo o no puedo correr 100 metros en 9 segundos y pico. Seamos serios, si se quiere ir a algún sitio se coge el coche, o la moto quien la tenga, o el avión, si es muy lejos. Que para irse solamente 100 metros más allá no se necesita correr muy rápido, basta con ir paseando mientras se miran escaparates o a la gente.

Ocurre como con las laderas del Annapurna o el K2, ¿qué necesidad hay de subir por esos sitios tan difíciles jugándose la vida? Si la mitad de ellos tienen ya una carretera para subir por otra pendiente llevando la tortilla. Y si esto no debiera ser suficientemente descorazonador para los alpinistas quizá tendrían que meditar acerca del valor de subir tan alto ¡si el avión va más arriba aún!

Yo propongo que hagamos las cosas fáciles. Para hacerlas difíciles ya está la vida.

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