miércoles, 8 de febrero de 2006

Ir a la guerra

Leo que otro lumbreras en Francia ha alzado su cuello de cisne para gritar a los cuatro vientos que sabe dibujar satiricamente a Mahoma y a quien haga falta, por defender su derecho a los lapiceros y a las gomas "Milan" para borrarse. Otros franceses cargarán con los problemas, aquellos desplazados a los paises del Islam, que se tendrán que guarnecer en sus casas como en búnqueres o salir corriendo al aeropuerto más cercano para poner tierra de por medio. Y volverán a Francia con lágrimas en los ojos porque allí, en algún rincón de aquel país que abandonaron, habrán dejado parte de sus vidas. No hay nada mejor para avivar un fuego que echar más combustible. Este gallo de corral pinta su libertad de despunta-lapices como el que va a la guerra. Dispuesto a reírse de su propio ingenio azuzando enfrentamientos entre tanto ánimo caldeado. Carga las pistolas que apuntan dianas distantes.


En la acción de ir a la guerra hay un mucho de previsión. Nadie acude a la pelea para perder. Cuando se va, se está convencido de que la victoria es posible. Se cree que la victoria queda más cerca tras derribar los primeros cuerpos. Los soldados equipados con sus chalecos anti-balas no salen a morir por su país sino a matar por su país, porque alguien lo manda.



Los americanos que son los encargados de impartir justicia planetaria apagan los fuegos con bombas, pero no inician ninguna de ellas sin la sensación de que una vez más, con la ayuda de Dios, vencerán los buenos y habrá justicia. La suya que es precisamente la del más fuerte. Por algo de esto no se deciden a actuar contra Corea del Norte, porque pudiera ser que después de todo si tenga alguna bomba nuclear, y si esto fuera cierto no habrá una victoria redonda, las bajas propias escuecen más cuanto más se publican, y vivimos tiempos en que cualquiera graba y fotografía desde un teléfono móvil. Por supuesto puedes borrar un país del mapa, pero te ha de valer la pena, debes estar dispuesto al sacrificio de perder algo más que unos cuantos peones.


Bajando al día a día de los anónimos yo también he ido a la guerra. He ido cada vez que he discutido por algo. Me he hinchado de razones como un globo y las he ido desgranando pacientemente como un globo se va quedando sin aire con un silbido. En la guerra de las discusiones también uno cree que podrá salir vencedor. Sino no discute, o desaparece o aguanta el chaparrón con los ojos buscando vias nuevas entre el adoquinado. Algunos utilizan la táctica de decir la última palabra. Reconforta ser el último en hablar porque da la sensación de que el eco repitiera ese último argumento, concluyente, definitivo, para siempre. El otro ha de quedarse por fuerza con aquellas palabras flotando en algún lugar de su cerebro, y tú sientes el poder de haber quedado por encima, como si las últimas palabras taparan las anteriores (las suyas) en un castillo de recriminaciones. Como si cada uno expusiera en sucesivas alfombras su saldo de reproches, un top manta en que termina mandando el último, el que dejó las miserias del otro a la vista.

Yo actúe por norma de otro modo. Quedé con la sensación del vencedor aunque en realidad nunca venciera. Como debía ocurrir en las guerras donde se mata, aunque en ellas siempre alguien sonríe al final como diciendo: Ya dije que venceríamos, bien está lo que bien acaba. Pero yo no vencía aunque tuviera a veces la sensación de vencer. Era un puro espejismo.

Mi estrategia distinta a decir la última palabra, la desvelo hoy aunque no haya reparado hasta este instante, quizá porque no me detengo en estas cosas. Quizá porque nuevas discusiones esperan sin duda en el horizonte. Yo simplemente me dediqué a hablar por más tiempo. A llenar de razones huecas el aire, a hilar encadenadamente camisas de fuerza para mi oponente que con carácter general era quien más me quería. Que importaba si no decía la última palabra si yo había actuado en la representación teatral que es una discusión por más tiempo. ¿No había recibido más luz de los focos? Además supongo que la razón última de cada una de mis peroratas era que entre tanta palabrería aquella se perdiera, perdiera sus propias cavilaciones enredada en las mías. Que no supiera cómo continuar al llegar el silencio. Que se le hubiera ido al santo al cielo lo que multiplicaba las posibilidades además de que aquellas palabras mías, vacías de contenido apenas sombras chinescas, fueran las últimas de la tarde. Las que quedaran reverberando en el aire hasta la reconciliación.

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