martes, 5 de febrero de 2008

Los curas

Mi sueño de ayer.

Poema de amor - Serrat y Sabina



Anticipo que no me cuento entre los fans de Benedicto XVI. Será porque creo que al convertirse en Benedicto Ratzinger aprendió a sonreír. Debía ser alguien muy conservador, muy inteligente y muy serio. Carismático entre los obispos. Tanto como para concederse licencias como enmendar la plana al mundo, a este planeta en su conjunto que se está cayendo a trozos, pocas horas antes de que le nombraran, fumata blanca de por medio, el Papa de todos los católicos. Después de todo, él parecía tener claro qué era lo que iba mal y el como remediarlo.

Sin embargo pasó el tiempo y aquel hombre que de repente descubre lo cerca que sitúa una sonrisa demostró acto tras acto, ora ofendiendo a los infieles que lo son desde el punto de vista partidista que tiene todo aquel que es juez y parte, ora volviendo a las misas en latín y de espaldas a los feligreses, que es tan humano como nosotros, y que si está escrito en algún sitio que como descendiente de San Pedro es infalible, entonces es que la infalibilidad es una quimera que no existe.

Pero quizá ocurre que Ratzinger es nada más el espejo de estos tiempos en la Iglesia. Quizá es la reacción a este abandono y desapego que sienten los jóvenes y los que vamos dejando la juventud atrás. Los años son una medida del mismo rigor que tuvo Ratzinger siempre. En verdad es así sólo como justificación a esta deserción masiva. Él es el espejo que refleja a los que no terminamos de estar convencidos de que aquellos hábitos blancos de diseño italiano, aquel ornamento y aquellos baños en oro, aquella ostentación en definitiva cuadre con la vida de dedicación al prójimo y Dios por encima de cualquier otra consideración.

En realidad uno no tiene la impresión de que eso se de. Los ves vestidos de paño bueno en sus reuniones púrpuras y nos parecen extraterrestres. Se han ido alejando de lo que uno esperaba como un amigo que se pierde en la lejanía.

Ni ellos ni él volverán.


Ahora les amenazan con recortes en las subvenciones estatales, y uno termina pensando que estamos viviendo inmersos en el gigantesco mercado en el que todo se compra o se vende, en aquel en que encontraran a Jesús cuando pareció perdido, solo que ellos no habitan la iglesia sino un puesto más. Si no gusta "Educación para la ciudadanía" no es por los valores intrínsecos que transmite, sino por la competencia que supone. Después de todo creer en la Iglesia o no creer no es un acto de fe sino de mera educación. Estamos construyendo a los que vienen detrás.

Supongo que en ese fondo reside el problema de la falta de vocaciones. No porque el ciudadano corriente no crea que hay algo superior, un Dios universal que nos puso donde estamos. Sino la falta interés por embarcarse en un negocio que de lejos parece turbio y que genera desconfianza. Yo mismo me imagino a mi hermanita Ana y la veo lúcida a la vera de mi abuelo, y el entorno se parece mucho a eso que llaman cielo porque tiene nubes.


Probablemente el mal sea pretender tener una Iglesia a la altura de Dios. Es obvio que la Iglesia es cosa de hombres. Y como tal tiene una historia plagada de aciertos pero también de errores.

Ahora la Conferencia episcopal hace campaña. Pero no enarbola nacionalismos terrenales que importan mientras el cuerpo aguante. Va más allá, es la autoridad moral dispuesta a llenarse la boca de Dios. Es quien habla el último porque no admite replica.

Aún recuerdo el orgullo ahogado en el pecho al leer que Juan Pablo II había dicho que las atrocidades de la guerra clamaban venganza ante Dios. Entonces uno sabía bien qué era lo malo y lo bueno. Las cosas quedaban claras. Las verdades resultaban coherentes.

En la inhóspita oscuridad pretenden ser luz para los creyentes. No quedan batallas por luchar, solamente pequeñas escaramuzas. Y resultan partidistas persiguiendo un interés determinado. Se comportan más o menos como las instituciones de justicia. Aparece todo contaminado.

Sin embargo puede ser que hayan jugado al número perdedor. Y es que hay una tiranía de la que ya no pueden escapar, me temo. La de las monedas del César.

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