sábado, 12 de abril de 2008

El discurrir

Dónde está el bien, dónde está el mal.

Esta boca es mía - Joaquín Sabina



Está discurriendo mi vida como discurren todas. Primero despacito y ahora rápidamente. Los meses se mezclan y pasan consumiendo años demasiado breves.

Otras veces me enfrasco en el fin de semana y me resulta como las tardes en que visitaba a mis abuelos en una residencia a las afueras de Valencia. Mis padres nos llevaban para que les viéramos y para que nos vieran.

El recuerdo tiene un poso triste, quizá por la ausencia. Quizá porque allí mismo ellos no se parecían en nada a lo que habían sido. Su vida había transcurrido en Palencia y su estancia en el levante obedecía nada más a su edad y al azar caprichoso que hay en todas las vidas y que decide que nosotros viviéramos allí.

A veces los fines de semana se me vuelven demasiado lentos, como las tardes junto a mis abuelos para ver caer la tarde, la prisa no tenía ningún sentido porque nadie se iba a ningún lado.

Llegaron a cansarme aquellas visitas, y me escurrí muchas veces de acudir con excusas peregrinas. Luego dejé de ir porque ya no me llevaban, como no llevaban a ninguna de mis hermanas, mi abuelo enfermó de alzheimer y terminó maniático y obsesivo enfrentado a la persona que más lo quiso en toda su vida, mi abuela. El pequeño mundo que conformaban era el de dos continentes en guerra. Y la culpa no era de él ni de ella. Era de la enfermedad que le hizo olvidar como era ella, y como era él antes.

Pero yo reparé en su falta mucho después de que desaparecieran ambos. Primero él, y a pesar de quererlo tanto como para que algunos recuerdos vayan a acompañarme toda mi vida, apenas le dediqué en aquellos días un solo pensamiento. Luego ella, algunos años después, y su muerte no me afectó apenas. Ocurrió casi sin que yo me diera cuenta.

Fue mucho más tarde, cuando me recordaba tomando un horchata con mi abuelo en las explanadas de Alicante, bebiendo también la suya. Acompañándolo a los toros, donde yo me tapaba los ojos pues siempre derribaban al picador si yo miraba. Y recordaba la época aquella remota en el tiempo en que yo le levantaba la boina y le daba suavemente en la cabeza como Benny Hill con su amigo en el programa de la tele. Y mi abuelo se reía porque aquello le hacía mucha gracia.

Recuerdo a mi abuela que nos visitaba en casa por Navidad y como leía la letra menuda de las revistas, con mucha mejor vista de que la que yo tenía entonces, mejor incluso de la que yo tendré nunca. Y recuerdo coger su mano y repasar sus arrugas con la mía, definitivamente tenía mano de persona mayor.

Fue después, cuando llegó el recuerdo vivo que yo reparé en que ya no estaban. Y fue entonces como si me abrieran el pecho, para convocar un eco perpetuo por su marcha.


Las tardes a veces se me vuelven un lago sin vida. Pero alguna enseñanza habremos obtenido para el futuro aunque sea falso que el tiempo nunca es perdido.


Hoy estuve haciéndome la comida viendo el capítulo de los Simpson. En él Homer cree que morirá al día siguiente. Se lo ha dicho el médico. Que tomó un pescado envenenado y le dan solamente 24 horas de vida. Indoloras al menos hasta la última parte. Él pasa la noche anterior haciendo una lista de cosas que quiere hacer a lo largo del día siguiente. Luego se acuesta.

Por supuesto no hace todas aquellas cosas, nuevas cosas impiden que cumpla con todo. Al anochecer visita cada cuarto de sus hijos para arroparlos y se acuesta con Marge. De madrugada se levanta para sentarse en la butaca frente a la ventana del amanecer. Coge una biblia en cintas y se pone a escucharla esperando su final.

A la mañana siguiente Marge se encuentra sola en la cama y lo busca por la casa aterrada. Lo encuentra vencido en el sillón pero al tocar su cara percibe que la baba de su boca está tibia. Entonces lo despierta eufórica por encontrarlo vivo. Y él salta de alegría y gritando que está vivo,

¡lo está!

y que a partir de entonces vivirá la vida a tope.

Quizá sea cierto. Dimos por hecho el estado de estar vivos como si no tuviera ninguna importancia. Pero tendríamos que alegrarnos enormemente de presenciar los días. De vivir y decir, maldita sea, todo lo que se pueda.

Los días tienen un valor incalculable. Son un tesoro, todos, sin excepción. Por una razón fundamental e indiscutible:

Conforman un periodo finito.

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