martes, 10 de noviembre de 2020

Yo siempre he sido un sentimental. Cualquiera que me conozca sabe que yo no he tenido mucha cabeza para estudiar, para memorizar, y al final en vez de recuerdos he ido atesorando sentimientos, puedo haber olvidado los la sinopsis de aquella película, la trama de un libro, que volvería a coger como si fuera nuevo, pero a cambio todas las cosas de la vida me han dejado un poso que está hecho de algo que podría ser sensibilidad, la impresión de lo vivido como una herida.

Leí la muerte de Sean Connery y me acordé de la pena sentida cuando su personaje de policía incorruptible en Los Intocables de Elliot Ness muere. Y vino a mi cabeza el tonto pensamiento de que ahora sí, definitivamente, murió del todo.

Para la gente como yo, tan dado a olvidar cosas, habría de existir la posibilidad de que pudiéramos elegir que cosas vamos a recordar. Si tengo pocos compartimentos estancos donde guardar el recuerdo al menos que pueda seleccionar cuidadosamente con qué voy a quedarme.

Hace muchos años, cuando era un pipiolo paseando por la UJI tuve un profesor que se llamaba Cyrus Dadpardvá (podría no escribirse así exactamente). Ese nombre (la pronunciación sonora más bien)ha quedado como un recuerdo imborrable, permaneciendo ocupando un espacio esencial para recuerdos de un valor mayor. Sin embargo ahí está, desde hace 25 años. Para nada sirvió ni servirá.

No es descartable la posibilidad de que yo tenga problemas de memoria (mayores que los actuales) en el futuro. Que me ocurra, ojalá que ya de muy mayor, y por solo unos meses como a Sean Connery. Aunque me temo que en el mismo momento de mi muerte, sin nada ya que decir ni contar, a punto de apagarme, como se fue él sin ruido, yo lo haga pronunciando para mí dos palabras inútiles y extemporáneas: Cyrus Dadpardvá.

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