Si cada vez que pensé que vivimos en un mundo de locos lo hubiera escrito no habría dejado de escribir, ni de pensar. Se pierde el norte en esta era de móviles de última generación y banda ancha, de hambre sin consuelo y de guerras tan innobles, como son todas las guerras.
Fanáticos terroristas en su cruzada irracional, en que el hombre se convierte en instrumento de destrucción incluso para si mismo, han matado hasta hoy 54 personas en Londres. Nombres y apellidos, padres, hijos, hermanos, amigos de alguien que los echará de menos. Atentados en el metro y en el autobús. Indiscriminados, hombres que explotan aniquilando al vecino de asiento, a la chica aquella que le miró y que pudo ser, de haber tenido oportunidad, su media naranja. ¿Cómo mira el asesino que se aferra a la mochila bomba? ¿Qué descubre en la amable o indiferente mirada de su desconocido acompañante? Qué ve en el gesto del que cedió el asiento de su lado para que aquella anciana estuviera más cómoda.
Borran vidas desde la ignorancia, convierten hombres y mujeres en nada, destruyen al desconocido solamente por ser vecino de su ira ciega, solamente por estar allí. Apretujados por la rutina en el metro o en el autocar que les llevará a trabajar cuando quisieran estar en la playa, con los tobillos enterrados por el agua del mar templado.
Mueren porque los matan, inocentes viandantes culpables de no decir te quiero tantas veces como hubieran querido. Matan personas con mucha vida por vivir. Matan la belleza incluso de Shahara Islam, esa mujer que enamoraba en el autobús urbano, aquella a la que decir "no" era tarea imposible. La cajera de brillante porvenir, que asomaba a sus ojos la pasión de veinte años empezando a vivir.
Nuevos miedos para un mundo que perdió el sentido encadenando errores. Que lejos de corregir, lejos de reparar en la belleza de vivir, en el día a día de un abrazo, de un paseo por la acera hasta un parque ojeando el periódico, olvida los momentos de desbordante ilusión, de ganas de romper el cielo a gritos de alegría. La primera palabra comprensible del niño, el beso de un reencuentro, la mano en tu mano, en cambio mira muerte y destrucción en los informativos y más miedo, cada noche, al cerrar los ojos. Que aquel que pueda hacer algo, haga. Que no tengamos que sentir miedo.
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