Supongo que no soy el único que fantasea, pocas veces que soy humano y no fantasma con el éxito que paladean los famosos, algunos días, que ellos también tienen días en que todas las tostadas caen por el lado de la mantequilla. ¿No se imaginaron nunca encima de un escenario al escuchar el concierto de su cantante favorito? ¿O no quisieron sentir el éxito de un atleta épico?
Hoy me imaginé en el verde de All England, lejos de Blair que sigue moviendo piezas de ajedrez a las que alguien echará de menos. Me imaginé abajo, donde se desenvuelven los héroes de la raqueta, me vi allí donde disputaban un "aussie" aguerrido, Hewitt y un suizo inabordable, Roger Federer.
El resultado real de aquel partido fue rotundo a favor del suizo: 6-3, 6-4, 7-6. Los últimos ocho partidos en que se enfrentaron tuvieron el mismo vencedor. Al australiano le salen las cuentas demasiado claras cada vez que ve a Roger en su misma parte del cuadro.
Haga lo que haga termina perdido. Alguna vez le arrebata un set, lo guarda codicioso y en su cabeza se dice, "sigue así, si perdió uno puede perder más", pero no los pierde. Al menos no contra Lleyton Hewitt desde el año 2003.
Los tenistas de la actualidad se sienten meritorios como fueron otros deportistas condenados a coincidir con Indurain, o después Armstrong. Sienten su techo allí donde pisa el número uno. A Indurain le peleaban rabiosos, con las rodillas escocidas por las rozaduras y los tendones al límite, las metas volantes. A Roger Federer, aún capaz de perder, lo descabalgan en la tierra lenta de Paris. Pero su progresión es evidente y ven que pronto será inabordable. Como si hubiera inventado el juego, como si las normas las dictara según su voluntad y a su favor.
En los ojos de Lleyton Hewitt se podrá leer su aspiración máxima. Tanta derrota sobre su espíritu indómito deja huella. Sus ojos buscarán en la boca de Roger, justo tras el partido, al dirigirse a la red para estrechar manos, tres palabras.
Buen partido Lleyton.
Con eso se contentará.
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