Estaba el otro día en el antiguo cauce del río Turia y pasé junto a un padre y su hijo, de unos 5 años. Llovía a mares y todos encontramos refugio bajo uno de los puentes que sirve a los coches para cruzar entre orillas. Ambos iban en bici y el padre proponía un juego. Ninguno debía salirse de los márgenes enormes de varios triángulos que se dibujaban en el suelo. La trama del juego era sencilla, y lo complicado hubiera sido que alguno de ellos se saliera de aquel espacio, pero apenas explicado el juego dijo el niño:
- ¿Hay que ganar o perder?
Y a mí la pregunta me pareció fantástica. Me quedé alrededor maravillado en aquella conversación que no me debía importar pero que me importaba. Todos dimos por hecho siempre que en la vida se trata de ganar, en cada cosa ganar siempre. Nunca reparamos en objetivos distintos.
El padre comenzó a responder la pregunta y al instante, interrumpiendo de nuevo el niño:
-¿El que pierde gana?
Y yo ya arrebatado al ingenio de aquel crío, no sé si genio o tonto de remate como yo. Ya apuntaba Sabina, de otra manera, que a veces gana quien pierde a una mujer. Y es cierto que perder a veces es el primer paso hacia nuevas metas.
El padre continúo sus explicaciones intrascendentes en verdad, y pronto comenzaron a avanzar las bicis lentamente como si en vez de tener una anchura de dos metros lo hicieran sobre un hilo de cobre. Lentamente y moviendo el manillar como el escalador en un demarraje durísimo donde más cuesta.
Luego, acabada la lluvia, se alejaron tranquilamente y yo, todo sonrisa, continúe a su vez mi camino.
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