Yo quería tener un Macintosh, uno de esos ordenadores Apple tan pijos, que tienen los que tienen, de una cosa y otra, de todo. Yo lo quería para parecerme más a ellos, y porqué no admitirlo, después de trabajar con ellos tanto tiempo, encandilado como estaba de su diseño y sistema, también porque pensaba que era lo mejor. ¿Y uno se merece lo mejor no?
Pero uno no puede siempre acceder a lo mejor, se queda en el camino, termina por pensar que no debe, puede, demandarlo, lo mejor queda para otros, y casi siempre lo que uno tiene, por el hecho de tenerlo y por la constante evolución de uno mismo y de las cosas, se ha devaluado al poco tiempo. Hemos de renunciar a mucho, vivimos en la renuncia, pero la renuncia que decidimos es libertad, la renuncia impuesta es morir un poco, es golpearse contra el techo. Es reconocer que la libertad de uno, lo que uno quiere sin lograrlo, es el cuento de niños, con altibajos en el nudo, pero sin final feliz.
No obstante uno se conforma, no puede hacer más. Yo quería un Mac y no lo tengo, pero que quede claro, pude comprármelo, y si no lo hice fue porque no quise. Porque en la balanza que conforma las decisiones más acertadas, decidí que no.