Hace unos días leíamos en la prensa que Aznar tenía un teléfono especial para hablar con Bush desde la Moncloa. Es comprensible que para hablar con Bush no valga un teléfono normal. El mismo que se usa para hablar con los hijos o los amigos. A mí me gustaría ver ese teléfono para descubrirle la especialidad. Quizá no tenga números, simplemente descolgando conectas, si y sólo si eres Aznar, con George W. Bush. Si eres cualquier otra persona el aparato no te devuelve la llamada. Porque si Bush está las 24 horas al día al otro lado imaginen el terror de las asistentas de limpieza a rondar con la plumero cerca de esa conexión fulminante. Pobrecillas, temiendo golpearlo sin querer, que caiga el aparato de la mesilla y se oiga al auricular sobre la alfombra: ¡Yeah, Ansar! No sería de extrañar que en esa tesitura salieran las mujeres a estampida por la puerta, deseando que alguien importante piense que al teléfono lo derribo la corriente de una ventana abierta. Dejándose olvidado en la precipitada marcha un zapato. Si esto sucediera, si Bush se viera hablándole a la alfombra sin respuesta no sería difícil calibrar las dificultades que podríamos encontrar en nuestra política exterior. Probablemente lo pagáramos con algún feo, no recibiéndonos, no hablándonos, no diciéndonos ni que sí ni que no. Aznar tendría que echar mano de toda su maña, de toda su labia curtida en tantos debates ganados para recordarle que siempre tendrá un bigote cerca. Para lograr con ardides atraérselo feliz de nuevo. No te quiero contar si a una de aquellas damas a la carrera se le ocurre recogerlo del suelo y colgarlo sin más. Quizá entonces las consecuencias serían peores, mejor no imaginarlas.
El teléfono seguramente es rojo como los de las películas, o quizá su especialidad radica en que por arriba es barrado y estrellado, y por abajo rojo y amarillo. Por una parte porque tendríamos que ser nosotros los que estemos más en contacto con el suelo, alejados de ambiciones imperialistas incluso en su menor grado, aunque pueda haber otras razones. El caso es que nos apoyemos unos a otros para nuestras empresas, políticamente y llegado el caso militarmente. Cada uno en sus objetivos, que echar de una isla de cabras desocupada y que a nadie importa tenga el apoyo del poderoso. Pues sus misiles nos dan miedo al resto. Que si hay que detener y arrasar un país entero estemos junto a él para recoger la siembra más tarde.
Aznar nos trajo el paddle, el bienestar y el fin de la corrupción indecente de quienes aún hoy entre salidas y entradas de la cárcel dan mítines ante miles de personas. El fin de la guerra sucia cuando la guerra que es siempre sucia se daba en el germen mismo del Estado, los delincuentes se sentaban en las cómodas butacas de ministerios. Nos trajo decisiones acertadas y equivocadas. Las dos Europas, el amigo americano sin plan Marshall, los oídos sordos a la ciudadanía vociferante que toma nota. Nos gestionó la información como a niños chicos. Nos programó películas indiciarias mientras se apilaban los muertos donde hubo ferias. Nos trajo la cobertura de una guerra que dijo legal creanme, y un final extraviado, alzando el brazo mustio de Rajoy el día en que se perdió la mayoría absoluta y el gobierno. El encanto se había perdido mucho antes.
Se fue Aznar a dar conferencias en spanghlish llevando bajo el brazo su teléfono para esconderlo y para rememorar viejos tiempos cuando en un suspiro ponía los pies sobre la mesa del más poderoso.
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