Que las relaciones en la política recuerdan a la infancia es algo observado. Solamente hay que ver a los diputados en el congreso hablando al tiempo y pateando. Lo mismo que un patio de colegio. El profesor, en este caso presidente, intentando poner orden. Llamando la atención a unos y otros. Los políticos son como niños y por eso sus caricaturas resultan entrañables, por eso sus guiñoles caen tan bien.
Hace tiempo, tras la gestión del gobierno de Aznar del atentado que mató a 192 personas en Madrid, reparé en un comportamiento llamativo. Cuando desde la oposición entera se les tachó de mentir a la ciudadanía, de ocultar la verdad. Nunca un gobierno democrático estuvo en una legislatura tan enfrentado al resto, tan solo en sus posiciones, aunque con la fuerza de un rodillo en cada votación. Decía que se tachaba a Aznar y su gobierno de mentir, yo mismo lo he creído así, desde luego por la proximidad en aquellas fechas de elecciones generales. Pero lo notorio del caso fue la respuesta desde el Partido Popular. A aquel que lo acusaba de mentir éstos lo acusaban de mentirosos. Devolver el mismo agravio con el que te califican. El tú más de los niños y que funciona igual que a ellos. La madre se desconcierta viendo a sus hijos llamarse lo mismo y no sabe a qué atenerse. No sabe cuál de ellos tiene razón.
La opinión pública asiste harta a estos juegos de niños, convertida en partidaria con paciencia para justificar cada error de los que mejor le representan. Diputados mangantes que llamarán mangante a quién descubrió sus mangoneos porque en el fondo pensamos que todos mangan. Ensuciarán el prestigio del otro con los mismos agravios que se reciben y estarán haciendo política de altura, simplemente porque en la batalla, confundir es una forma de empezar a ganar.
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