Supongo que esto de escribir exige que uno esté del todo despierto o al menos, no del todo dormido. Yo tuve un declinar de la tarde que de plácida me dejó torrado. Ya tenía ganas de rendirme en el sillón. Son pasadas las nueve y media y todavía no se hizo de noche. Qué triste será cuando vuelva el invierno.
Hoy contaba en el trabajo que la mayor medida que se encuentra el hombre, al menos uno en la edad en que me adentro es la del cinturón del pantalón. Te dice a las claras cuánto engordaste desprendiendo días del calendario por si fue récord. En mi caso he pasado de gastar el último agujero, que me tuvieron que fabricar ex-profeso en la calle Jai Alai de Valencia para usar habitualmente el penúltimo. Por supuesto que cambiar uno por otro es algo doloroso, pues es la demostración de que la juventud se me está yendo dejando por todo rastro unas cuántas arrugas alrededor de los ojos.
Es evidente que para alguien orgulloso como soy este es un paso que puede ser reversible y que por fuerza no habrá de ir a más, es decir, no habrá un agujero antepenúltimo así la piel me quede como rosca de vaso de mermelada. Uno está dispuesto a sentirse perdedor de pequeñas batallas, pero me habita el pundonor de no dejarme ir del todo.
Esto lo contaba a los compañeros que parecen disfrutar con mi declive físico. Con los clientes trato muchos otros temas. Con algunos lo malo que fue el invento del euro. Llegan hasta mí con ganas de sacar el tema porque saben que es un hueso al que no sé resistirme. Es la zanahoria que enciende mis nostalgias. La peseta de ese pasado que quizá era menos europeo pero que era, sin duda, más personal. 5000 de las de antes valen más que 50 de las de ahora.
Otros clientes, aquellos que detectaron en mí la sensibilidad a flor de piel, me citan con el dichoso paso del tiempo. Yo les digo que hemos consumido medio año del 2007 y me pasó casi sin darme cuenta. Ellos asienten también porque les pasó tan rápido o parecido.
Mi conversación es un rinconcito soleado, un ajedrez en jaque mate.
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