Decía un tio mío el otro día que ya hay más población en el cementerio viejo de Valladolid que en la ciudad.
Los cementerios son un lugar hermoso. Un lugar que hay que visitar, y no me refiero a la visita de rigor en última instancia. Hay que visitarlos vivos y bien vivos, para reparar en lo fugaz de la vida, en el leve peso del pasado y en las cosas que son de verdad importantes. Pues paseando por un cementerio lleno de cruces uno se da perfecta cuenta de lo lejos que queda el bullicio de los centros comerciales, las discusiones por lo que ya ni se recuerda, los apuros en lo económico, ... recorrerlo es aceptar tácitamente la muerte para cuando venga. Todo aquel que pasea por un cementerio, aunque sea desconocido, merece al menos un abrazo.
Un cementerio es hermoso por silencioso, por la altura de los cipreses, por la quietud de los arbustos, por las flores en las tumbas, las nuevas y las viejas, las que nadie retiró y quedaron esparcidas por el suelo. Tan lleno de fechas que tan poco importan. Con ángeles cuidando que haya calma. Con tantos muertos desde antiguo, que llevan más tiempo allí del que vivieron. Y el drama de encontrar de repente la tumba de un infante. Un niño que apenas vivió casi de nada.
Yo encontré casualmente la tumba de una mujer de 27 años y pensé que aquella vivió menos tiempo que yo. Y me sirvió para darme cuenta de que la vida se nos está escapando de las manos. Que todo transcurre demasiado rápido. Que los años, llegado un momento, ya no sirven para medir nada. Que ya no se hacen sintesís de un año, se hacen de una vida (si se hacen).
Los cementerios son un lugar de amor. Están llenos de letras, como los libros. En algunas tumbas hay incluso algunas citas, compuestas en medio del dolor como una oración de recuerdo. Y esas líneas son el reclamo que mirarán los ojos año tras año en cada visita. Y en su lectura la herida volverá a abrirse. Pero no hay mayor sinceridad en la vida que la que se da en las despedidas, sobre todo cuando se creen definitivas (aún más en las póstumas), pues entonces se vierten las palabras ya sin miedo, como una zanja al sol. No hay mayor verdad que aquella que ya no espera respuesta.
Y se lee la palabra sueño, los padres se quieren cambiar por el hijo, porque en la vida se despierta a veces de repente. Y el pasado ya tan distinto parece un sueño.
Yo no sé bien aún que es lo que quiero. Este sería un buen sitio para dejar mi deseo como un legado, por si acaso. Pero no sé bien. Creo que no debo someter a nadie a la servidumbre de una visita ritual en fecha señalada. Y menos aún quiero la tristeza constante, con fuerza de huracán al penetrar en el recinto, de alguien empeñado en visitas reiteradas, solamente porque el dolor es cosa de los vivos y de determinadas penas uno puede creer que es mejor no levantar cabeza. Sin embargo me seduce la idea de ser guardado en medio de aquella paz. Pero no solo, como alguien sin amigos, sino acompañando a quien me hubiera querido, aunque fuera nada más un poco, con alguien a quien yo hubiera querido mucho (que de querer nunca necesité lecciones), para que de alguna forma juntos volvamos a hacernos compañía. Mi abuelito, mis abuelitas, Anuca...
Pero por otro lado, uno quiere liberar a los que quedan de la culpa íntima en el futuro, cuando ya no quede tiempo para recorrer un cementerio porque hay otras prioridades. Que sería lo único que yo pediría. Un rato para comprender que lo verdaderamente importante no atiende al reloj ni a las prisas. Que dejar a izquierda y derecha aquellas cruces puede enseñar más sobre la vida que cualquier libro.
Uno quisiera que lo arrojaran al mar, o que lo hicieran cenizas para plantar un árbol que se alimentara en algo de aquella tierra.
Lo malo de estas opciones es que anticipa lo que es una realidad para más tarde o temprano, y es que salvo caso extraordinario, con el tiempo parecerá que ni siquiera vivimos. Será como si nunca hubiéramos existido. No quedará de nosotros ni el recuerdo. Se lo habrá llevado el tiempo que no respeta nada.
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