"La maldita mano pendeja no le obedeció. No hacía falta, Antonio. Veía las estrellas brillantes de la noche que empezaba, veía la risueña cara de Tavito y se sentía joven otra vez."
La fiesta del Chivo - Mario Vargas Llosa
Último Septiembre
Leovigildo vigila la calle desde la silla de ruedas. Tiene 92 años, es enjuto y calvo, usa gafas y como observaría cualquiera al primer vistazo, está cojo. Perdió la pierna por encima de la rodilla hace muchos años, al menos 35, ha perdido la cuenta. Recuerda sin embargo que fue manipulando maquinaria pesada, colocando aquella pierna donde no debía, o no fue culpa de que su pierna estuviera en mal sitio, tal vez fue del amigo que pulsó el botón aquel en el momento más inoportuno. La verdad es que eso ya no le importa nada de nada.
Los niños pasean de la mano de sus madres por alrededor y se le quedan mirando a la pierna. En realidad al espacio que debiera ocupar la pierna que no está. Se le quedan mirando el pantalón que lleva doblado hacia arriba y sujeto con un imperdible. No sabe por qué le ponen un imperdible las enfermeras de la residencia. Piensa que podrían guardarle la pernera en el bolsillo, pero cree que lo dejan así porque no se doble demasiado el pantalón, porque así sin arrugas tiene mejor presencia. Bastante importará a estas alturas.
Cualquiera que lo viera diría que vive en una residencia pero no es del todo cierto. La verdad es que duerme y come en una residencia, pero vive en la calle. En la acera donde le ponen cada mañana, a la sombra los días de sol y en cualquier sitio los días con nubes. Allí le dejan a primera hora, luego lo recogen a la hora de comer y lo regresan al mismo sitio a primera hora de la tarde. Desde aquel lugar Leovigildo no ve más que coches de esta carretera, transitada a todas horas y personas que van de un sitio a otro y que no saludan, los más acostumbrados a verlo ya ni siquiera le miran la pierna que no tiene. De forma que su vida hoy es algo así como observar lo cotidiano, todo lo larga que es la calle y nunca más allá.
En realidad no se dedica solamente a observar aunque pudiera parecerlo, las más de las ocasiones, algunos días, se queda mirando fijo un punto de la calle pero tiene la vista perdida. Atenta a rememorar imagenes del pasado. Mirando hacia dentro en vez de hacia fuera. Como el que abriera los compartimentos secretos de la memoria para extraer unas cuantas fotos, entonces el recuerdo se hace tan vivo que pareciera acabado de vivir, como si fuera parte del pasado, sí, pero de un pasado reciente, como la fragancia aquella que quedó en el aire suspendida tras un paso fugaz.
Entonces le acompaña una forma de melancolía, y la melancolía se instala con él en la silla para no abandonarlo hasta coger la cama. Se lo llevan hacia dentro de la residencia, le hablan y ni siquiera escucha.
Todas las veces en que le sobreviene esa tristeza ha pensado en Gloria, su esposa que murió, lo sabe bien, un 12 de septiembre de hace 14 años. No es cierto que aquel día él muriera un poco, porque la vida que había tenido murió del todo. Arrancó a una nueva vida de la que nada o casi nada mereció la pena entonces, ni por supuesto la merece ahora.
Claro que tenía unos hijos que lo visitaban de cuando en cuando, por supuesto que sus nietos le abrazaban y le decían que le querían, pero en realidad aunque no lo fuera a reconocer nunca, nada de eso había consolado la soledad tremenda, el desconsuelo de hallarse de repente solo y sin esperanza. Aún alzaba la cabeza de cuando en cuando buscándola para comentarle alguna cosa. La gracia del niño, el vuelo de una paloma, preguntar por el nombre de aquel ¿cómo se llamaba? Vivía a dos manzanas del Parque Viejo.
Gloria es su pensamiento recurrente. El oasis al que vuelve. Como el que se asomara todos los días a un paisaje hermoso, porque es hermoso aunque no pueda tocarlo.
Sabía bien que lo mejor de su vida se había llamado Gloria. Eres lo mejor de mi vida. Se lo dijo a ella muchas veces porque esas cosas hay que decirlas. Y ella le sonreía y al devolverle esa sonrisa le estaba diciendo que él era lo mejor de la suya. Desde jóvenes le cogía la mano, se la quedaba mirando y le decía: No me abandones nunca. Ella lo miraba sin decir nada y con la mirada se lo estaba diciendo todo.
Alguna gente, la más afortunada conocía el amor. Algunos lo conocían a través de varias personas, otros a través de una sola, sabiendo en cada instante que nunca podrían sentir aquello, intensidad tan grande, por nadie más.
Leovigildo fue de estos últimos y se sintió feliz tantos años pensó que lo podría ser siempre. Aprendió que su amor por ella era invencible. Que no acabaría nunca, no desde luego desaparecida ella, pues a veces pensaba que ahora la quería aún más porque se le mostraba en toda su magnitud la falta que le hacía.
Sabía que el amor por ella no tendría fin. Que desaparecería tan solo con su propia muerte. Porque amar así era lo mismo que vivir. Amar era más grande aún. Su amor solamente se acabaría cuando él ya no pudiera sentir nada. Cuando ya no fuera nada.
Empieza septiembre. Los críos acuden a la escuela con sus mochilas llenas de libros y libretas. Los dían tienden a decrecer. Acaba el verano pero todo sigue más o menos igual. Leovigildo está en la acera, hoy sonríe más que otras veces. Se acordó de algo, sin duda.
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