sábado, 2 de diciembre de 2006

De Larra

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos. ¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro, ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!

¡Silencio, silencio!


Mariano José de Larra.



Pensando así no es extraño que se pegara un tiro. Se hace evidente que se llega a ese extremo por razones del amor o por ser más precisos de desamor. Quizá es el impulso del momento, se llama desesperación y es un precipicio, o quizá es que estar muerto, en algunos casos, no puede ser peor que seguir vivo.

Llamo a Sestea y le pongo la grabación sonora de alguna de los artículos del autor según descuelga el teléfono. Repito a menudo esa jugada, a veces con voces y a veces con canciones. De mí no se oye ni un suspiro. La dejo esperando en el aparato mientras suena la voz del lector. Se la oye preguntar mientras de Larra se descuelga con su "vuelva usted mañana". La verdad es que es la monda. Yo me harto de reír sordamente. A veces incluso, le pongo canciones enteras y cuelgo antes de haber dicho una palabra siquiera. Son las mayores maldades de las que soy capaz. Y lo mejor de todo es que ella prefiere que le hable yo. Mejor yo que Mariano José de Larra.

Una vida para una conclusión. La vida no era un pasatiempo que mereciera la pena. Ante esto la solución es evidente. ¿Y quién si no uno mismo podría decidir si una vida merece ser vivida?

En la vida somos juez y somos parte. Somos parte interesada desde luego. En decisiones sobre vivir o sobre morir tenemos la mayoría de los mortales la última palabra. Y los que no la tienen porque ya no dominan su cuerpo para que los aniquile, piden a los jueces que sean ellos la mano que los desconecte de la vida, o que deje sin castigo a quien los envenene cumpliendo su voluntad inequívoca.

En los tiempos que corren, en que algunos hombres se creen con todos los derechos, con el derecho de someter a sus mujeres que de repente ya no son absolutamente dependientes, no nos iría mal que estos hicieran la de Larra. Que rechazado por el amor se va de este mundo sin molestar a nadie. Y a su amada la deja bien entera y con un pensamiento sobre todos, "¿no me habré equivocado?".

Si todos estos asesinos domésticos hicieran igual nos iría mejor sin duda. Diríamos como aquel tras la visita de un ciclón con forma de mujer que lo cambió todo; a modo de despedida la mujer se convierte en un perfume:

lleva tanta paz, como paz dejas.

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