¿He contado que llevo tres días duchándome con agua fría?
Pero no es agua del mar Cantábrico, que es de todos conocido lo bastante fresca que es, a juzgar por la temperatura estoy casi convencido de que me brota directamente de algún manantial en la cima de los Picos de Europa. Justo por encima de ese puñado de valerosos que se resguardan de avalanchas de nieve. Sospecho que se encuentra justo en el estadio anterior a formar una fina película de hielo, claro que como cae con meridiana fuerza por el teléfono del grifo no llega a congelarse, aunque hiele lo mismo.
Por supuesto ponerse debajo es tarea de valientes o de seres inanimados que no sientan. Yo dejo que me congele las falanges hasta los tobillos antes de asomar la cabeza y el resto del cuerpo. Lo cierto es que te terminas acostumbrando, a costa eso sí de perder gran parte de la sensibilidad innata de la piel, claro que luego la recuperas, obviamente ya fuera del agua.
Ahora bien, es casi seguro que estas duchas polares han de resultar beneficiosas para el organismo, ¿y cómo dejan la piel? Entre tierna y abotargada, casi, casi como la de un bebé.
Vamos que se sale de la ducha hecho un chaval y con unas ganas de repetir que por no sudar voy a hacerme llevar a todos lados en un carrito en que quepa, me vale de supermercado.
No me digas que se estropeó esta vez. Sólo sé que esto funcionaba por el milagro de la electricidad y dejó de hacerlo. Por lo que se ve el calentador estaba anclado en el agujero que hay en el techo de uno de los armarios empotrados. Así como suena, allí estaba cuando llegué. Pero no parece que tenga ninguna luz advirtiendo que funciona o que no lo hace. Es un gran barril de metal muerto.
Menos mal que tengo el portátil; y la playa.
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