Salí a cenar con mis amigos del curso de formador ocupacional en la noche del viernes. Supuso una gran alegría volverlos a ver.
Tras la cena acudimos a un pub, uno de tantos que tan poco frecuento, y allí me sorprendí al descubrir los nuevos ingenios para ligar. Cerca de la entrada había un puestecito con pulseras de colores luminosas y cantarinas. Tres colores, verde, azulona clara y naranja.
El juego era sencillo, todo aquel que quisiera podía ir hasta el puesto y pedir una pulsera del color que le fuera más a su situación particular. Cada color respondía a circunstancias distintas. Aquellos que escogieran la verde aclaraban, sin lugar a dudas, que estaban libres para iniciar cuánto menos una conversación con algún desconocido, y algunos llegado el caso, dispuestos a sujetar, pecho contra pecho alguno de los pilares que sostienen la paredes. Los que la escogían azul no debían tener clara esa misma disposición, era algo así como "sí pero no". Supongo que es la pulsera más apropiada para aquellos que tienen pareja pero no quieren cerrar todas las puertas por si entrara por la puerta Brad Pitt o Angelina Jolie, y les señalara con el dedo. Vamos, que no estoy libre pero llegado el caso, raro, raro, raro, se podría hacer una excepción. Un convénceme de que valdrá la pena. La última de las pulseras, la naranja, de luz más apagada era para aquellos que entran a jugar al juego de las pulseras para contar que están pedidos ya, que no quieren un hallazgo nuevo ni anhelan excitantes amistades de medianoche. Que sobrios y borrachos deben ver dos cuando les miren. Porque ellos son solo la parte visible, hoy en este pub, como la cara de la luna, que tiene un reverso sin luz, que no se ve pero está.
Vivimos tiempos de alta tecnología, la gente acude a los chats pues algunos se convirtieron en verdaderas centros de citas. Allí se apalabran quedadas preguntando simplemente por gente de la misma ciudad, y se queda en sitios conocidos, y si la noche lo demanda ambos internautas acabarán acostados e improvisando desde esa posición.
La gente ya no tiene tiempo para entrar como se entraba, aquellos que sin pistas se arriesgaban a un ¿estudias o trabajas?, un ¡a ti yo te conozco de algo!
Otros vivimos todas estas cosas de otra manera, con una elaboración compleja, el ánimo distraido y el anhelo de una nueva coincidencia. Ningún día era el apropiado, ninguno descaradamente definitivo, pero los pequeños avances se festejaban con alborozo, se subían dos peldaños en escaleras hasta el cielo y se meditaba largamente desde los zancos de una ilusión cotidiana.
Mi grupo de amigos terminó como un corro de pulseras centelleantes. Alguno llevaba dos verdes, estando casado, otra se ponía una naranja y una verde haciendo de esa mezcla algo verdaderamente estimulante. Llevar ambas era algo así como llevar una azul pero ingeniosamente. Alguna otra amiga se ponía las tres, un par de ellas engarzadas de collar, respondiendo cada una a un color. Otra una en cada mano...
Por eso es tan buena gente, porque con tanto, también tiene esas cosas. Salimos a tomar cafés y ahí seguían danzando las pulseritas, saltando felizmente los charcos por el casco antiguo de Valencia.
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