Leo que en Estados Unidos se ha realizado una carrera entre vehículos sin conductor para una distancia sinuosa de 212 kilómetros. El premio además del prestigio que acompaña al ganador, que se da hasta en las confrontaciones más amistosas o humildes, petanca o unos bolos por ejemplo, ha constado de 2 millones de dólares, pasmar a la competencia y muchas fotos.
La cuestión de fondo es que Estados Unidos quiere mejorar su industria bélica, esto es esencialmente matar cuantos más enemigos mejor y sufrir las menos bajas posibles. De ahí esos vehículos tan tecnológicos, los ordenadores y sensores se pueden reponer, solamente hacen falta millonarias inversiones y eso nunca fue problema. Un Congreso unido jamás será vencido, un puño en firme frente al enemigo. Las bajas humanas son sencillamente irreemplazables, cada muerto alguien que no volverá. Lástima que no se den cuenta de que los muertos son todos iguales, que al morir la nacionalidad, el idioma y hasta los valores se acaban. Un montón de muertos apilados en una cuneta o en ataúdes con banderas perfectamente alineadas se confunden. En ambos casos , estos y aquellos, ellos, todos, aunque por distintos motivos son irreconocibles. Que a los muertos les sobran hasta los nombres de pila, los apellidos, los pierden al morir, ya no responderán a ellos ni nadie espera que lo hagan, son simplemente bajas del argot militar y una ausencia duradera para los allegados en la cruzada de seguir vivos. Nombres convertidos en evocación, tan reales como escrutar la sombra propia en el suelo.
Nuevas mejoras para otros conflictos. Aunque en Lousiana hubieran descuidado los diques de la ciudad ante una amenaza cierta y anunciada por fomentar nuevas soluciones en terreno hostil.
Lo importante es estar preparado ante la amenaza exterior que quiere hundir el sueño americano y resolver lo doméstico como buenamente se pueda.
Probablemente el problema resida en el propio sueño. No se quiere lo que se debe.
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