Vengo de comprar el zumo de naranja que me bebo cada noche y a puntito ha estado de atropellarme un carrito de la compra. En este caso la culpa es toda mía que circulo por los pasillos del supermercado hasta el frigorífico de los zumos y gazpachos con la ligereza de un gamo o un ciervo (sin cornamenta).
He ido a salir a la calle transversal para meterme justo delante de un carro bien surtido empujado con cierta desgana por una señora. Yo he hecho el gesto con la mano que lo mismo sirve para decirle a alguien que baje la música como para hacer descender un helicóptero y la cosa no ha pasado a mayores. En esta ocasión hemos podido evitar el encontronazo que además me suele tener a mí como elemento más débil (y perjudicado).
Esta visto que mi sino esta semana es ser atropellado por todo artefacto con ruedas que circule por las proximidades. Me voy a comprar una gorra y le voy a añadir unos espejos retrovisores para caminar más alerta, está visto que mi testigo luminoso de peligro debe andar averiado, similar al sentido arácnido de Spiderman pero sin redes de trapecista para cuando caiga. O quizá es mejor hacerme con unas gafas de tela de esas que se pone cierta gente para dormir sin luces, o unas de esas que les ponen a los percherones que bailan con la más fea, un toro enrabietado por recibir más daño cuánto más empuja.
Soy como un torito bravo en medio de la plaza, no sé lo que me espera.
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