Hablo a veces con la gente de sus cosas y de las mías. Incluso confrontamos opiniones en el breve encuentro diario. Lógicamente no bajamos al terreno de la política, que sería descender demasiado. Yo cuento mis pequeñas cosas, las que me ocurren y que no darían desde luego para una película de acción, aunque probablemente sí para una comedia, y ellos me hablan de las suyas, y del tiempo convencidos todos ya de que el verano acabó. Esparcimos nuestras opiniones de una forma amable como se vuelven de cara las tarjetas de un juego para ejercitar la memoria. Se trata de poner nuestras cartas boca arriba para demostrar que nos acordamos de algunas cosas.
Ocurrió que a veces no estamos de acuerdo en algo, entonces a mi se me pone un tono de padrazo que quiere reconvenir al hijo aún a sabiendas de que no habría forma de convencerlo. En realidad tampoco hace falta. Quizá así nos sonreímos aún más.
Sin embargo todavía no encontré a nadie que discutiera que el tiempo pasa muy rápido. Nadie entre toda la gente que piense que la vida transcurre lentamente. Puede ser que a los niños. Yo de niño no tenía esta sensación constante. A todos se nos va de las manos, como si persiguiéramos la maleta de nuestra vida por la ladera de una montaña, no la podremos alcanzar nunca, nada más logrará que corramos más rápido. Tras ella llevamos muchos años, casi 9 meses de 2006 que se han consumido como si nada.
El ayer existe, pero las semanas anteriores han desaparecido.
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