Vengo en el autobús, y veo a Miroslav Djukic, que se vino de la antigua Yugoslavia a jugar al fútbol, y en el mismo plazo, a llenarse los bolsillos de dinero que puede gastar, lo mismo aquí, que allí, que en Tegucigalpa. Estaba cerrando un Mercedes molón, y luego ha cruzado la calzada detrás de quien bien podría ser su representante, osease alguien mayor que él, y negado para el fútbol, pero que se enriquece especulando y murmurando en los oídos que tocan. Han cruzado ambos, primero el fondoncete representante, luego él hecho un armario. Deportista de élite, que cruza lejos del paso de peatones, con una carrera mojigata, como si no supiera correr, repisando con sus zapatos marrones, de diseño italiano. Iban, quién sabe dónde. Quizá al banco, a confirmar que la última nómina lleva los ceros debidos.
El caso, es que yo he continuado viaje en el rojo autobús de línea, y me he venido donde vivo. Cerca, muy cerca de Mestalla. (De tan cerca me abraso).
Y estaban los aledaños llenos de un populacho festivo que suspira por entradas para el fútbol. Llevan ahí acampados con sillas de playa todo el día. ¿Qué aquí nadie trabaja?
No, pues están todo el día, charlando y suspirando por la Champions o por la liga. Es un sentimiento, mira, que llevo aquí dentro.
La mayoría, dueña de sueldos, si los hay, medianos. Esperando horas y horas, por ver a los jugadores, que reciben 30 entradas por cabeza, y que ganan en un año, lo que la mayoría en 100. Año tras año.
Me estoy haciendo viejo.
Aunque no vayan a vivir para juntar tanto.
Ahora, cuando son masa le pueden gritar "cabrón".
No puedo ser más mitómano.