Comenzábamos la semana sorprendidos por la sinceridad de Capello que puso en su boca lo que piensa más o menos todo el mundo. Él dijo lo que los demás callan y piensan, o aquello que incluso se niegan a pensar, como si fuera algo prohibido, como mirarle el escote a una prima tan lejana y que está tan buena que a uno se le van los ojos, y así no hay quien preste atención a los semáforos. ¡Qué es tú prima, chaval!
Capello dijo que quizá ahora Ronaldo se va pareciendo a un futbolista, y para rematar, que tenía problemas de movilidad. Lo que él dice en la rueda de prensa, con esa cara de bruto, como un ladrillo con gafas de diseño, es una obviedad tan grande que lo sorprendente es el revuelo que causó.
Yo ya he cargado alguna vez contra Ronaldo desde este espacio, supongo que porque no puedo celebrar mis cumpleaños en algún castillo de la Francia, aunque la verdad es que yo ya no celebro mis cumpleaños ni falta que me hace. He perdido cualquier romanticismo hacia la mayoría de mis fechas señaladas, francamente me transmiten poco. Lo mismito que las Nocheviejas desde hace ya algunos años. Son noches como cualquier otra, y su valor es pura convención social, nada más una forma de separar los años como los capítulos de un libro, tal vez para hacer balance, que es siempre una forma de colgar del pasado.
A mí Ronaldo me parecía el típico jugón del grupo de amigos, el tipo que más brilla en los partidos de solteros contra casados. A lo más un ex-futbolista que regatea mejor al contrario, con barriga y todo, que al postre, tarta de queso con nata y luego café con sacarina. Por eso no me sorprendió que Capello admita lo que salta a la vista, Ronaldo estaba gordo como un trullo, fuera de forma y lento. Ahora bien, simpático y caprichoso como siempre, eso lo digo yo, no Capello.
La prensa se asombra con estas declaraciones, porque para ellos Ronaldo sigue siendo "el fenómeno", y un calificativo así no se pierde así por así, como Raúl es el primero de la clase, o incluso "el niño", la cosa tiene guasa, así tenga más años que Matusalén, son apelativos como el nombre de pila, lo acompañan a uno durante toda la vida y aún más, sobreviven a la muerte, para que los otros, los que quedan, te recuerden. Ya decía yo el otro día que en la vida se te juzga constantemente por tu pasado, en función de lo que has sido se te va a medir, en función de eso se esperará de ti una respuesta, en consonancia a las expectativas que creas. Así un jugador de baloncesto que promedie 20 puntos por partido en la NBA firmará un contrato multimillonario no por lo que va a ofrecer, ¿quién sabrá? ¿quíen podrá predecir el futuro? Sino por lo demostrado hasta ese día. Luego el tipo se levanta un día, asomado al espejo del lavabo para encontrar que uno de sus ojos se ha dormido junto a la nariz, que no hay modo de sacarlo de allí; puñetero en el lagrimal, para no ver con él ni torta.
Murió Paquito Fernández Ochoa que fue un deportista con un gran día. Ganó los JJOO de invierno de Sapporo allá por el 72. Ni antes ni después ganó muchos más premios. Al menos no los encontré durante las lecturas distraídas de la prensa en estos días. Decía Homer Simpson a Bart, como una enseñanza con mucha miga,
no te esfuerces demasiado en nada. Siempre habrá alguien que lo haga mejor que tú. En realidad habrá un millón de personas que lo harían mejor.
La cosa es que Paco Fernández Ochoa supo rentabilizar, al menos en cuanto a fama nacional el éxito logrado. Era nuestro mejor esquiador de todos los tiempos, y eso es mérito que pervive con mayor razón que los motes avispados a los futbolistas, porque se puede medir.
Una fecha del pasado. Casi nada.
Hace unos días le hicieron un homenaje en Cercedilla, descubrían la estatua de un esquiador con los brazos en alto. Era él, aquel día, como si no hubiera pasado el tiempo, 24 años de nada, allí estaba en bronce. Hay una foto muy significativa. Aparece esa figura recién descubierta y Paquito elevando los brazos, ambos se parecen pero existe una diferencia conmovedora. En la figura el esquiador está de pie, Paquito eleva los brazos, sus manos abiertas son las de la estatua, pero él ya no puede estar alzado, aparece sentado en una silla de ruedas, debilitado por la enfermedad. Son la misma persona en dos momentos diferentes de la vida.
Hacia el 2002 Muehlegg aquel esquiador de fondo al que aquí le llamábamos Juanito por aquello de hacerlo más cercano, ya que le habían conseguido los papeles para representarnos en los Juegos y estaba el hombre rayando a gran altura. Aunque a mí, particularmente, no me parecía esquiar aquellas palizas con los esquíes tan pequeños, que tenías mucho más de maratón que de descenso. Aún así llevaba tres oros, que no es cosa baladí. Entonces Juanito Fernández Ochoa cargaba contra el gigantón de mandíbula prominente, no le convencía aquello de traernos el talento de fuera para competir. Después de todo, aquel muchacho, atraído por nuestras partidas presupuestarias y por nuestra tortilla, apenas se defendía, con gracia eso sí, en nuestro idioma. De alguna forma sus triunfos lo disminuían a él. Lo alejaban, relativizaban su propio éxito (cada vez más lejos en el tiempo).
Pero la cosa cambió, cuando se descubrió que Muehlegg era un fraude, un deportista embustero, de esos que se dopan. Entonces dijo que "ahora más que nunca estaba con Muehlegg". Paquito Fernández Ochoa estaba de nuevo a salvo, sus logros ya sin parangón, sin comparación posible, ya sin nada que temer. Y todos sentimos una cierta solidaridad con aquel hombrón al que la baba se le congelaba caminando por las nieves. También la sintió Paquito, aunque aquel ya no era Juanito ni lo iba a volver a ser. Era otra vez Johann y no tenía ya nada que ver con nosotros. Los que lo contrataron le volvieron la espalda. Tenía ya un nombre cosido en cada paso, tramposo, y esa es una sombra de la que no se escapa fácilmente.
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