Ayer llevaba escrito más o menos un folio. Hacía tiempo que no escribía así que fue toda una novedad. ¡Qué bien me hizo sentir! Me llevó cerca de una hora y creo que la cosa me iba quedando más o menos bien. Pero ocurrió lo inesperado, la pantalla parpadeó y el mensaje nuevo que utilizaba de folio en blanco desapareció. Se llevó todo lo escrito. Aquella, mi última hora escrita, se perdió para siempre.
La verdad es que si alguien es capaz de imaginar a un energúmeno sacando a puntapiés la torre de un ordenador de su casa, lanzarlo escaleras abajo a patadas, entonces dará con lo que estuve a punto de hacer. Ese tipo, corajudo y justiciero, pude ser yo. Es lo que me pedía el cuerpo. Entonces me di cuenta de que tengo que comprar un portátil que sustituya el trasto de aquí, a mi derecha, (que bueno que no sabe leer). Hoy me ha dado la bienvenida con un pitido largo en vez de encender el monitor. Si el cielo se gana con paciencia yo debo tener sitio reservado hace tiempo, y sigo haciendo méritos cada día.
Ayer pude retomar el hilo de lo escrito, volverlo a contar confiado en que al reescribir la cosa será aún mejor, pero fue un día largo y ya no me quedaban fuerzas más que para odiar este aparato puñetero, maldecir la ley de Murphy y esperar que el torto relleno de chorizo de la comida no me afectara ningún ojo por la noche (sonará raro, pero ya me ocurrió otras veces).
Mañana cuento algunas certezas y algunas sospechas. ¿Conté ya que toda nuestra vida se basa en la sospecha de lo que va a ocurrir? ¿Qué no tenemos casi certezas?
Es por eso que creo que soy inmortal. Lo que ocurra a los demás no tiene porque ocurrirme a mí. Los agoreros dirán que tendré que pasar por los mismos aros, que mi destino es el de todos, pero no podrán darme una razón irrefutable. Solamente hablar de la historia, de otros que no soy yo.
Cuando me empeñe en darles la razón, que sospecho que ocurrirá, la cosa ya importará más bien poco. Nadie podrá decirme aquello de: ¡ves como teníamos razón!
Haría oídos sordos.
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