domingo, 25 de febrero de 2007

La hora de los valientes

Ahora sé que algunos textos se han perdido para siempre. Al suprimir aquella web los enviaron al limbo que ahora sabemos, no existe. Pero buscándolos en las entrañas del ordenador, que no en mis propias entrañas, he dado con algunos otros que quedaron en suspenso, sin ir a ningún lado, sin volver. Y quizá sea bueno que los cuelgue aquí, pues a este ordenador habrá que ir buscándole un sustituto. Y yo soy de los que derriban moscas a cañonazos y de los que vuelven a menudo la cabeza para atrás. Para comprobar que lo perdido se vuelve un imposible. Que lo olvidado permanece tras una niebla demasiado densa.


LA HORA DE LOS VALIENTES

Me preparé bien, estudié todo lo que tenía que estudiar que no fue poco, y saqué la plaza. Cómo lo celebré, era mi triunfo, yo que aprendí que no hay ascenso sin caída. Elegí estudiar medicina porque era esa mi vocación más temprana y porque mi brillante expediente académico me permitió entrar en la facultad sin mirar atrás, ni siquiera hacia los lados. De padre eminente médico, de madre enfermera retirada por esos otros quehaceres del hogar no sin importancia, que tampoco era necesario que ella siguiera trabajando, el sueldo de mi padre daba para mantenernos a nosotros tres sobradamente.
Gocé los lujos de nuestra posición, y entendí que esperaban de mi y esperaba yo mismo a cambio. Habría de crear una familia algún día, darles lo que yo recibí. Seguir yendo a la nieve con la misma frecuencia, visitar las ciudades con más encanto, comer en los mejores restaurantes. Para eso me preparé concienzudamente, lo que no significa que me fuera fácil, y sentí el desaliento de los fracasos, más dolorosos por lo escasos e incomprensibles para mi alrededor. Daban por descontado un talento natural, una facilidad, que no negué, desde luego, cuando aprobado el MIR, era abrazado por un padre orgulloso de que él me hubiera convertido en un hombre de verdad. Después comencé a trabajar en un hospital, recibiendo un trato exquisito, dispensándolo yo también a esos amigos de mi padre que me habían visto crecer, casi desde tan antiguo como él.

Me había convertido en un cirujano, tengo novia formal, por aquel entonces, descontábamos el tiempo para casarnos de la forma más fastuosa que nos fuera posible. Mi madre la adora.

Era lunes, un lunes de mis comienzos y finales, aunque eso yo no lo supiera, ni siquiera cuando vi entrar a aquella joven moderadamente atractiva. La recibí con mi mejor sonrisa, una sonrisa diplomática y fácil de articular sea cual sea la circunstancia. No, lo siento, ahora tengo prisa. Sólo será un momento, no sabe usted lo que me ha costado venir, no sabe cuánto odio los hospitales. Si es que ya me iba, he terminado y me están esperando. Venga, hágame el favor.
Accedí parando mi carrera. Dígame.
Supongo que no es nada, pero desde hace algún tiempo me duele la cadera.
¿Se ha dado algún golpe?, pregunté a la vez que iniciaba de nuevo mi marcha.
No, es diferente, se paró y en un ruego sin apenas entonación, me puede ayudar.
Y aquella sola frase me sonó de una gravedad profunda, áspera. Deje de sonreír y la miré a los ojos, unos ojos castaños claros. Por supuesto, siento haberle parecido descortés, pero cuando por fin acabo no me voy, huyo. Volví a sonreír. Pida hora para unas placas y veremos que hay. Pero por favor, no se preocupe, será una tontería.
Gracias, se lo agradezco mucho.

Unos días después, me subieron las placas y las saqué del sobre para examinarlas. De un golpe de vista me estremecí. Aquella mujer, la del otro día en los pasillos, tenía un tumor maligno, grande, terriblemente grande. Ella que había sido avisada de que ya se tenían los resultados, aguardaba fuera, al otro lado de la pared. Yo miré la puerta cerrada. Me dije, que son cosas que pasan y que había que ponerse manos a la obra. Salí a por ella y al asomarme por el quicio de la puerta la vi mordiéndose las uñas nerviosa. La mandé entrar. Vestía un vestido marrón, de tirantes, estaba elegante, portaba un bolso a juego. Me miró con sus ojos claros expectantes. Se levantó. Que calor que hace. Es cierto, hace bochorno. Entró en el despacho tras de mi. La puerta tras su franqueo, quedó abierta. Y yo ya estaba sentado al otro lado de la mesa. Miré la puerta, y al ver a alguien atravesar el pasillo sentí una incomodidad creciente. He de ser frío. Olvídate de la puerta y habla sólo de lo importante, comunícaselo, pensaba. E iba a abrir la boca aunque ella se me adelantó, hoy no me ha dolida apenas, y sonrió nerviosa.
Yo noté una punzada aguda, tragué saliva y es que su comentario me había provocado una mezcla de ternura y compasión indescriptible. Miré la puerta. Mis ojos volaron hasta esa hoja de plástico y su dibujo, un dibujo que sólo podía descifrar yo. Un trozo de plástico tan importante y que sólo tenía significado para mi. Vi el pasillo, la puerta y esas anónimas personas lejanas y ajenas, tan cerca físicamente del drama, el dolor que forzosamente había de producirse, que yo vivía interiormente como una efervescencia que me invadía, sentí que era afrentoso que yo le comunicara la mala nueva con aquella puerta y sus luces asomadas a lo más profundo de su intimidad, a su vida. Una vida de la que sin conocer nada, de repente sabía todo. Podía presagiar su futuro e ignorar su pasado. Yo poseía una información sino más valiosa, si más vital que cualquier otra persona a la que ella hubiera querido confiar sus secretos.
Me alcé decidido. Cerré la puerta y volví ansiando estar en casa, en otro lugar, desee no haberme cruzado nunca con aquella mujer que me despertaba para empezar simpatía, y enfrente mío, ternura, una especie de pasión protectora, un ímpetu de partirme la vida por defenderla de una mala noticia, de un daño inminente. Quería salir en su defensa, golpear al que la acosara, al que la robara, quería más que todo, cumplir sus deseos sin esperar nada a cambio. Mis ojos miraron su nombre, porqué el destino me había puesto aquella mujer inédita siempre, ante mis ojos. Porqué había de enfrentarme a la verdad de decirle que estaba en una situación difícil, realmente difícil y tristemente sola, que en la enfermedad siempre se está sólo.
Yo tenía mi propia vida, tenía planeada la nieve para el próximo puente. Yo que había estudiado para visitar las ciudades con más encanto, yo que me podía permitir, ahora con mi dinero, los mejores restaurantes. Me había preparado bien, estudié y sufrí para aprender lo que ellos me iban a preguntar. Analicé cada detalle, recorrí el camino para ser un hombre como mi padre.
Sus ojos claros, me miraban, esperaban y sonreían, no había motivo para que no lo hicieran. Era una mirada expectante, esperanzada. Yo, con toda la verdad oculta en mi conciencia, con aquella señal inequívoca en mi mano, era un niño, incapaz, huyendo hacia delante. No podía anunciárselo, no era la persona indicada, no me habían enseñado a hacerlo. La miré fijamente a los ojos, pronuncié, sin asomo de alegría, con las sombras velándoseme tras la retina como las nubes de tormenta ahogando el sol de un día de verano.

-No tiene usted nada, tendremos que hacerle más pruebas, pero no debe preocuparse.

Ella sonrió con su dolor secreto, aparentemente desmotivado. Se levantó y me dio la mano por encima de aquella mesa. La vi girarse, con su juventud, su vestido y reparé en su nombre. Mi conocida, la que quise salvar, al menos aquel día, de cualquier disgusto.

Al salir poco después, presenté mi dimisión. Lo dejé pues ya no era válido para mi trabajo. Ya no lo podía desempeñar bien. Ellos no lo entendieron, me exigieron explicaciones, unas razones que se perdían en el trayecto de la cabeza a los labios y que nunca supieron. De aquella mujer no volví a conocer, sé que tuvo que volver y sé que me reveló mis miedos, los límites que integrándome siempre, creí salvar o no poseer.


21 de Febrero del 2000

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