lunes, 19 de febrero de 2007

Properio, Manía y Sestea

Alguna vez tuve que utilizar para algo distinto a hacer que me llamaran como me llamaron, para algo distinto a llamar Sestea a quien adoptó aquel nombre incluso para su correo electrónico. Tal cuál fue escrito, los nombres son nombres, las personas, personas; recuperando letras perdidas...


PROPERIO, MANÍA Y SESTEA

Instrúyelas Properio, tú que todo lo sabes, tú viajaste a otros continentes, conociste gentes y aprendiste idiomas, tú que tuviste consejo para todos los que a ti recurrieron. Tú que acertaste siempre, sensato y cauto. Gran pensador en la historia de la historia. Supiste siempre discernir hasta encontrar la verdad misma de las cosas. Enséñalas a decidir cuál es la mejor opción, cuál es el camino correcto, tú que eres lees voraz tantos libros como hay.

Te ganaste nuestro respeto y en el camino también progresivamente nuestra admiración, tus conocimientos que aún vastos, ordenados, serían buena ayuda para la formación de mis hijas: Sestea y Manía.



Ruego tu ayuda en tan noble causa pues es una tarea ardua, ya te lo anticipo. Yo gasté mi fortuna en procurarles una educación coherente a mis principios, yo trabajé para alimentar su cuerpo y su intelecto. Viví despreocupado en la certeza de que su asistencia rigurosa a la escuela les estaba enseñando a comportarse como era de esperar. Sin embargo, a la triste pérdida de su madre sobrevino con la claridad de una confesión, que su instrucción diaria no era tal, pues no abandonaban la casa, y allí permanecían cada una por todo el tiempo, como si viviéramos en los tiempos antiguos en los que las personas se guarecían de guerras, aterradas, cuando la razón se dirimía entre proyectiles y muertos. Donde los muertos no tenían razón.

Y así, pasaban los días ocupando el tiempo en perderlo.

Yo era ajeno a esta situación, mi trabajo me llevaba atareado todo el día, sin descanso. Intente siempre tener la conciencia tranquila e hice toda mi labor, sin dejar nada de lado. Fui uno más, no recibí méritos que no me correspondieran y asumiré mi jubilación como una obligación no deseada pero ineludible.

Mi esposa de nombre Medrosa y alma virgen, que dios tenga en su gloria, era de naturaleza poco combativa, nacida para contemplar la vida sin añorar ni esperar nada a cambio, consintió por no enfrentarse a ellas y calló ante mi para no contrariarme. Pero su fallecimiento tan injusto como inoportuno me mostró unos días negros donde descubrí la verdadera realidad de mis hijas. Apenas reparé unos segundos en ellas, las distinguí tan distintas como eran. Y es que según crecieron dejé de observarlas.



Sestea, pasó aquellos días de dolor de forma independiente, como si fuera lo suficientemente fuerte como para no necesitar de nadie. Y yo pensé, con un punto de orgullo, cuán valerosa hija había arrojado al mundo. Valiente y poderosa, con una entereza tan grande que no parecía nada afectada. Sólo tenía un único deseo, volver a casa, pues el suceso la había llevado a un estado de total agotamiento.



Algún tiempo después, descubrí espantado que su apariencia de desapego hacia la muerte, la fuente de su fuerza era en realidad una total indiferencia hacia su madre o su hermana y hacia mi mismo. Y más tarde entendí que no era consecuencia traumática de algún agravio, sino fruto de esa vida enfermiza en la que se hallaba instalada. Una vida de pereza extrema, una vida de ensoñación, en un estado de permanente somnolencia cuando no de sueño profundo. Mi hija Sestea no se fija en nada, nada llama su atención y no parece tener ningún interés por aprender.



Manía, es por el contrario todo nervio, de maneras inquietas, es incapaz de detenerse en nada, sus ojos vuelan enloquecidos entre los objetos como si los descubriera nuevos. Detesta que le toquen sus cosas y lo tiene todo en el más estricto orden, cuando algo escapa a su control, se pone frenética. No obtiene paz más que en su habitación, y es que se conoce el lugar exacto de cada objeto, la orientación de cada figura, el ángulo de un libro en la biblioteca. Capaz de describir su alrededor con los ojos cerrados, sin errar un detalle, así le gusta estar, conociéndolo todo. Y yo siento que ojalá tuviera esa obsesión en saber, en estudiar, tal vez así serías como Don Properio, le digo a veces. Se haría una mujer de provecho, luz para los demás. Como es usted para nosotros.

Si dedicara toda su energía en aprender sería como usted, llegaría más allá de donde a mi me faltaron fuerzas. Yo quisiera que mis hijas supieran más que yo, que fueran mejores, porque entre iguales surge la competencia, yo la sentí con mis compañeros y les quise mal, pero para mis hijas ambicioné desde su nacimiento, las capacidades que la naturaleza me negó a mi.

La muerte de su madre le supuso un golpe tremendo, aunque terrible no por el amor perdido sino porque el acontecimiento, el trashumar de gente a su alrededor le arrebató a un estado de histeria que sólo el tiempo ha podido mitigar.



Mis hijas, tan distintas la una a la otra como el sol y la luna.



Albergué otros anhelos en mi vida, y he de reconocer que prolongadamente le envidié, mientras creció su fama en la ciudad, mientras estaba en uno de esos paises, adopté una postura de intolerancia, le descalifique fácilmente creyendo que estando en su contra ganaba en carisma ante el resto, me empeñe en juzgarle y le medí en un baremo equivocado, mi criterio. Y es que yo, también quise viajar, convertirme en un punto de referencia para mis contemporáneos, y qué demonios, para el futuro. Quería pensar que quizá alguna vez, los maestros, catedráticos, doctores y sabios estudiarían mis palabras, dotándolas de un significado válido universalmente. Mi filosofía sobreviviría al paso del tiempo, convirtiendo mis pensamientos en nuevas ediciones. Como sucedió con Platón, Aristóteles, o como sucederá, no me cabe duda, con Properio.

Hoy, vencidos esos deseos y satisfecho de otros apetitos, si quiere más humildes, recurro para que salve a mis hijas.

Como ve, eran tan desconocidas para mi como es el sol para la luna, que siempre se alternan sin coincidir, ahora sabe como son, carne de mi carne, y ahora las conoce tanto como yo. Ayúdeme.



Anado Uni - 1998

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