domingo, 25 de febrero de 2007

LLuvia

Que llueve y está mojada la carretera, ya lo cantó alguien alguna vez. Pero él me lo había dicho, y de repente, al oírselo decir, me invadió una tristeza repentina y al menos aparentemente, desmotivada. La lluvia había tenido en mi vida una significación melancólica, y cuando ésta no se fundamentaba en sucesos amargos, en la nostalgia de tiempo que eran en algo mejores. Repicaban las campanas de una iglesia, con el sonido fúnebre de un entierro, y la cadencia de las campanas encogía el pecho y llenaba de lágrimas los ojos. Los días tristes son para mí una prisión en la que no hay puertas o ventanas. Amanezco triste y permanezco inalterablemente en ese estado hasta que vuelvo entre las sábanas. Y en la calle, la lluvia mojaba el asfalto, el sol se pone triste…

El día amanecía deprimido, añorando a quien se fue o desconsolado por la tristeza de los hombres. La lluvia me trajo, los recuerdos de días lluviosos en otro lugar. En el monte verde donde la lluvia no es un milagro, ni tampoco la vegetación boscosa donde miran los ojos. La ciudad lluviosa es gris, y hace gris la vida de los hombres que viven en ella. Visten de gris preferentemente, ríen discretamente, como si hicieran mal, y se guarecen en cuanto pueden en cafés o cines, como para olvidar que llueve y que la ciudad está gris. Cuando sale el sol, ellos sonríen más, son más vitales y alzan las caras al sol, festejando los rayos sobre su pálida piel. En el agua viene el frío, y las puertas se cierran, ojalá pudieran por dentro y por fuera. Resguardados de la calle que con la lluvia se ha vuelto más peligrosa. Ellos desconfían de la sombra que calle abajo se aproxima, y se encogen en el portal, o tras la esquina, para que la sombra pase, como habrán de pasar las lluvias. Pero estas se repiten.


El granizo es una lluvia con afán de protagonismo. Una lluvia que quiere ser nieve, y que desprecia a las gotas débiles de otros días. La niebla es una nube baja, es la lluvia en el aire, que cala bajo las chaquetas, que empapa el alma de los hombres y sus bufandas. Son las nubes valientes, que hartas de ver de lejos, bajan a comprobar cómo vivimos, y nosotros estamos vivos cuando echamos vapor al respirar y por la boca. La lluvia es en la ciudad sin mar, una manera de recordar la solidaridad del cielo, que es mayor que la de la tierra. Y en la costa, es bonito ver la lluvia sobre el mar, los rayos enterrados y perdidos sobre la inmensidad acuosa de las olas, y las olas como las lluvias se repiten y son más visibles en la orilla.
La lluvia torrencial es un castigo y una bendición. El mundo necesita agua en determinadas zonas. En Africa, donde los niños son huesudos esqueletos, donde mueren de hambre, que es una forma terrible de morir. El aire se llena de moscas, y el sol se hace por horas, abrasador. Y la madre huesuda busca agua para ella y su niño mirón, y le espanta las moscas, y la que encuentra no es propia para el consumo humano. Y supongo que la beben. El mundo de las armas, de las bombas, de los saludos entre jefes de estado, de las felaciones y el vodka, de los abrazos y de las estrellas, en las banderas y en la pantalla, no logran ni lo intentan que el niño mirón pueda beber agua. Y, comer algo.
El cielo llueve, inunda países enteros los devasta con inundaciones impredecibles. Y las gentes pierden sus casas. Escalan árboles y esperan sin tiempo a que los rescaten. Algunos mueren, ahogados o esperando.
A mí la lluvia me entristece, me sume a veces en repentinos estado de abatimiento, en naufragios de tanta agua. Y busco el sol.


20 Junio 2000

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