Pues no sé como es eso de escribir. Y llevo haciéndolo muchos años. Contando mis tontadas y antes, desde bien joven historias con personajes que quizá tenían algo de mí. Probablemente ese sea un problema insalvable si es que un día uno aspira a que le publiquen algo, aunque sea en el semanario de la parroquia. Nunca dejé de mostrarme en los relatos. No pude por más que intenté ponerme en la piel de otro por entero. Y nadie quiere leer un libro de personajes que son uno solamente.
Muchos de esos relatos están en las profundidades de Annlea, una web literaria que albergó en su día a más de 400 miembros, la mayoría de los cuales simples visitantes, tan desocupados y ociosos como para tomarse el esfuerzo de darse de alta en la web. En realidad el núcleo de Annlea era mucho más reducido, una docena de personas con muchos relatos que escribir y leer.
Yo particularmente siempre preferí ser leído. Durante buena parte de mi vida pensé que podría escribir sin necesidad de leer una sola línea más. Así pasó que fui quedándome vacío. Sin inventiva siquiera para variar mi propia experiencia. Es lo que me ha llevado hasta aquí, poco más o menos.
Estos días me he dado cuenta de cuál es mi momento mejor para escribir. Me ocurre por las mañanas, cuando me estoy cambiando para ir a trabajar. Me estoy poniendo los calcetines y soy todo ingenio. Que se me ocurren frases la mar de atinadas, de las jugosas que darían para un parrafazo en que recrearme obstinado. Y si cambio de tercio, acierto de pleno. Que a esas horas no hay idea mala.
Supongo que luego con el discurrir del día me voy acogotando como alguien que de tanto ver la televisión soñara con la programación. Llego a estas horas cansado, como arrastrando un peso por el suelo.
Creo que un día voy a madrugar más. Me sentaré a ver amanecer con el portátil frente a la ventana. Ya lo estoy viendo.
Ese día me levantaré hueco.
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