Dice Sestea que parezco el Mr. Bean español.
Y puede que no le falte razón. La verdad es que no tengo mucha gana a estas horas, pero tendría que contar mi llegada a Valencia que fue propia de Mr.Bean o como mínimo de alguien discutido con la suerte.
Llegué al aeropuerto de Santander gracias a un cliente que me dejó en la misma puerta de entrada. Yo le agradecí en el alma que me llevara tan raudamente, si bien es cierto que faltaban casi alrededor de tres horas para la salida del vuelo, demasiado tiempo para tomar café solo, demasiado para hojear el periódico. Claro que si hubiera llegado en autobús la cosa no habría sido muy distinta, pues cargado con maletas y demás desaparece cualquier ansía de hacer turismo, y eso sin contar con que Santander es una ciudad que conozco de sobra, al menos toda la parte a la que puede acceder alguien caminando sin querer cansarse en exceso.
Así que me tomé un café y encendí el portátil para ver si lograba conectarme. Claro que no pude, esas cosas son posibles solamente en aeropuertos grandes, como Barajas por ejemplo. Tienen unas cafeterías tan grandes como el aeropuerto de Santander, y te dan la conexión a cambio de un café. Santander no, tiene un aeropuerto que es una caja de cerillas, pequeño como la sala de espera de un dentista.
Así que me puse una peli de Woody Allen un rato y luego me fui a comprar un diario. Que leí del derecho y del revés esperando, así que tiré de teléfono móvil. Pero no tuve suerte.
Mi vuelo salió con una hora de retraso por la congestión aérea. Que se da cuando muchos aviones quieren aterrizar al tiempo sobre Madrid, y los controladores aéreos no terminan de hacerse cargo de la situación. Les dan los turnos como en la carnicería, y dejan el que más me interesa para los últimos lugares. Supongo que porque es más importante salir hacia Nueva York que hacia Santander.
Así que si llevaba poco rato esperando tuve que esperar una hora más.
Pero por fin a bordo nos dieron un bocadillo vegetal muy bueno. Y me debieron ver careto de persona informada de sobra en las calamidades del día porque no nos repartieron periódico. También puede ser que por la hora les pareciera poco apropiado las noticias impresas, por antiguas. El vuelo fue más o menos normal salvo por las zonas de turbulencias que atravesamos sin dejar una sola y que hizo que todos nos comportáramos con una discreción digna de admiración. Estoy casi convencido de que éramos uno en congoja por si el aparato se nos cae, con todo lo malo que tiene que ser, pero allí no dijo ni pío nadie. Salvo una señora que decía que si las luces de fuera eran los relámpagos a la que aclaramos, tragando saliva, que no, que eran las luces de las alas. Para que nos vean los otros aviones y los pájaros, cuentan que sobre Madrid los buitres se lanzan contra los motores como agua por el desagüe. Aunque nadie le dijo que no había de que preocuparse, aquello se movía lo bastante arriba y abajo como para no olvidar que flotábamos en el aire. Además en mi caso tenía el agravante de llevar mucho tiempo sin atender las explicaciones del chaleco salvavidas, el pitorro y demás nociones que cuenta la azafata sin creérselas del todo. Siempre encuentro algo que me distrae. Supongo que ocurre que en el fondo estoy convencido de no contarlo si aquello, en las de Villadiego, coge descenso precipitado, y de alguna manera llegué a la convicción de morir mucho más dignamente sentado tal cual con los ojos en las luces de las alas antes que con todos aquellos cachivaches de plástico y soplando pitorros infames por ver si se hincha antes de estallar. Bastante me ha de interesar todo aquel baile frenético en los asientos, enfermos con camisa de fuerza, si se nos incendian los motores y caemos sobre el mar.
Pero las advertencias del comandante, que no se disculpó por el retraso de la salida porque no le va en el cargo anticipaban que íbamos a tener problemas para posarlo en condiciones, esto es con las ruedas de aterrizaje por debajo. Y es que tenemos 100 años de aviación a las espaldas, casi somos capaces de aterrizar los vuelos desde la tierra, lanzamos cohetes al espacio y sin embargo si llueve el artilugio se hace ingobernable, un ala pesa más que la otra e igual terminamos apoyando y rompiendo, o nos salimos de la pista y nos vamos directos contra una nave industrial, como Martin en Regreso al futuro o aquel avión brasileño al que la pista se le hizo demasiado corta.
Así que tras tenernos sobrevolando nocturnamente la bahía de Valencia durante un buen rato, esperando a que las condiciones mejoraran, sin poder ver nada y quizá derramando combustible para que en caso de aterrizaje forzoso aquello no volara por los aires nos dijeron que había dos opciones, ninguna buena. O marchamos para Madrid o para Alicante.
Dado que la primera no era posible por no tener combustible suficiente, o bien porque el aparato no cobijaba como para tanto sin repostajes o bien porque era cierto lo de haber estado vaciando por si acaso, el comandante decidió poner destino a Alicante que es una ciudad de mucho encanto aunque distante 200 kilómetros de donde Sestea me esperaba resguardada en su coche.
Y gracias que el temporal vuela más lento que nosotros, y más seguro. Porque lo dejamos atrás y llegamos a Alicante que había tenido lluvias, pero lluvia fina, de la que llaman en Asturias orbayu, porque con apenas una mojadura en la pista pudimos tomar tierra.
Fue muy bueno escuchar a la azafata despedirse como si nos hubieran dejado donde tocaba, como zanjando el vuelo perfectísimamente. Yo creo que todas esas indicaciones las tienen escritas y las leen caiga quien caiga, así sea el propio avión sobre una autopista. Claro que entonces lo de que el personal de tierra podía atender cualquier duda, cobraba mayor importancia que de ordinario.
Al tomar tierra la gente se puso en pie y procedimos a llamar a familiares y amigos. Después de todo debíamos haber llegado a Valencia a las 22:30 y habíamos aterrizado sin poder avisar a las 0:21 del día siguiente. Llevábamos como veinte minutos esperando que abrieran las puertas y sonó la campana de la azafata para informarnos que podíamos hacer uso del teléfono móvil. Una azafata de enmarcar desde luego. Probablemente era un robot que funciona ajustada a unos parámetros estrictos, unos horarios que no atienden a circunstancias.
Un rato después pudimos desembarcar y tras no pocas dudas se dio por cancelado el vuelo y se procedió a entregarnos a Valencia dentro de un puñado de taxis. Que es un medio muy seguro para llegar hasta el temporal tremendo de la ciudad. Tanto que estando a mitad de viaje nuestro taxista escuchó por la radio que un tal Olegario había pinchado y al instante ya estábamos frenando para auxiliar a Olegario, por mucho que mi deseo íntimo era que a Olegario le partiera un rayo si nosotros podíamos llegar sanos y salvos. Pero no fue tan malo. Olegario no había pinchado, nada más cogió un bache de agua y todos pudimos seguir marcha, Olegario incluido.
Alrededor de dos horas más tarde y tras echar un pestañeo que quería ponerme en paz con mi creador llegamos al aeropuerto donde dejamos a uno de los miembros de la expedición y entró en juego toda la lucidez de mi mente aliada con las ansías económicas de nuestro taxista, para convencerle de que me dejara en mi casa y no en el aeropuerto donde a las 3 de la mañana no iba a haber alma tan caritativa que me recogiese. Y tras un tira y afloja dialéctico en el que le exhorte a que comprobara con otros compañeros si estaban incorporando a cada mochuelo a su olivo, cosa que no hizo falta, pero sí mella. El hombre estaba ahora tan lejos de Alicante que la idea de volver sin hinchar algo más la factura seguro que se le hacía intolerable. Así que me llevo hasta mi portal y creo que incluso esperó algo en el coche, a que abriera la puerta al menos para saberme a resguardo, cosa que no ocurrió, porque lo que yo no sabía a esas horas es que la comunidad había cambiado la puerta del portal por dos con dos cerraduras distintas para una sola llave que no estaba, no podía estar, en mi llavero. ¿Qué hacer llamar a algún vecino y despertarlo o buscar acomodo en otro sitio para pasar la noche?
Así que el taxista terminó marchando junto al último de los agraviados de vuelo confuso sin llegar a verme dentro, me vieron eso sí sacar el móvil como si la situación estuviera bajo control y marcharon hacia Catarroja gracias a la elocuencia de mi despertar lluvioso.
Y en el móvil estuvo la solución. Llamé a RadioTaxi al menos 7 veces y siempre dio ocupado. Así que cargado con mis cosas y con lluvia débil marché hacia el clínico donde suele haber taxis apostados casi todas las noches. Menos esa.
Llamé a Sestea y le dije si podía ir a su casa. Me dijo que sí y marché caminando los 20 o 25 minutos que separan la una de la otra. Con el temor de cruzarme con un grupo de jóvenes que me vieran el portátil y decidieran quedárselo para ellos.
Pero eso no ocurrió. Pude llegar y pude acostarme al fin. Entraba en el portal a las 4 en punto de la mañana.
Yo presumía de poder cenar esa noche en Valencia y de pocas no llego para el desayuno. Me pasa por hablar.
Lo malo es que al día siguiente tuve que oír que me pasan cosas muy raras. Que soy el Mr. Bean español.
Y definitivamente no es cierto, yo soy más joven, y más guapo.
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