Cartas que nunca se envían.
Amores imposibles - Ismael Serrano
Hoy quería empezar con un: señores, los pintores.
No hay ninguna razón, es una forma de empezar bastante poco usual, alguien dirá que bastante chorra, tiene razón. Pero esto lo escribo yo, y no él.
Señores, los pintores:
Me he quedado solo de nuevo. La visita ha cogido de nuevo el autocar aunque ellos lo llaman guagua que es un nombre mucho más divertido y que a mí me recuerda más a una canoa con la que cruzar un río.
Y yo me quedo aquí pero va a ser por poco. Pasado mañana cogeré el petate, todavía por hacer, para volar con destino a Valencia, ciudad "pepera" por antonomasia, a la zaga de Madrid o quizá es al revés, es Madrid la que va a la zaga...
Dicen de la alcaldesa que es bollera en el argot de la calle, que todo el mundo entiende, pero que aclaro, le gustan las mujeres más que los hombres por norma general y para algunas cosas en exclusiva, y dicen también que está la mayor parte del tiempo borracha. Que resulta cercana en las Fallas porque no deja un culete en las botellas de los casales que visita campechana con el jolgorio propio de quien está dispuesta a descorchar otra por si esta noche resulta ser la última, vaya putada, con perdón. Y es que esa euforia es contagiosa, invade vena a vena cuando no acongoja la tristeza que está ahí al lado esperando soledad, si la montaña rusa toca ascenso entonces uno se fotografía orgulloso haciendo el pino sobre un charco de whisky.
Yo no cometo esos excesos. Muy rara vez. Lo que tiene mérito considerable, sobretodo si en los últimos tiempos se me ha reconocido una rara habilidad congénita para poner la sidra desde lo alto de mi brazo. Que apenas tiro fuera para rociar la mano.
Me falta pulir lo de hacerlo mirando al tendido, como los buenos toreros que no miran al toro porque la faena si es buena merece el riesgo cierto de una cogida en cada pase, como José Tomás, que quiere ser leyenda que no cumpla muchos años. Me falta ponerla como Laudrup, que no sabemos si sabe entrenar apenas, pero daba los pases mirando a la grada, la colocaba donde quería con la vista en el aficionado mientras su marcador por no saber dónde mirar no le quitaba ojo a la pelota.
Yo aún sigo el vaso. Está ahí abajo;
sonriendo al recibir la sidra.
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