domingo, 15 de julio de 2007

La mala pata

No creo que deba explicar a nadie lo que es. Quien más y quien menos la ha tenido alguna vez, pues sobran las oportunidades para que se presente sin ser llamada. Ayer mismo yo tuve mala pata. No me ocurrió nada grave, no me llevó por delante ningún vehículo despistado, fuera de la clase que fuera, tractor, autobús o carrito de la compra. O uno de esos micro coches que no necesitan carné y que son parecidos a los de juguete que algunos padres compran a sus hijos. Yo nunca tuve ninguno de esos, pero tenía un triciclo, para fortalecer las piernas. Lo malo es que a la vista está que lo debí usar poco. Sin embargo durante algún tiempo creí que de manejarme en vehículo alguna vez tendría que ser forzosamente en uno de esos pequeñuelos. Tan lejos veía lo de sacar el carné bueno, el de conducir, como de vencer la pereza de volver a examinarme. Porque a mi edad manejarme en triciclo, aún, estaría mal visto. La cosa es que esos coches que ahora te traen toda clase de comodidades, aire acondicionado incluido son tan poca cosa que cada vez que me cruzo con uno me asaltan grandes ganas de intentarlo hacer volcar asiéndolo por un lado. Como Superman en mitad de la calle. Aunque ahora que pienso uno de estos microcoches no llevará, imagino, airbag. Con su velocidad punta no será necesario. Y si es para subsanar un choque contra cualquier cosa evidentemetne ocupantes y vehículo serán siniestro total haya o no airbag. A no ser, claro está que el choque se dé contra otro vehículo de iguales características, entonces supongo que el resultado dependerá de la corpulencia de los propios ocupantes, lo mismito que si hubieran chocado en moto. O quizá de la cantidad de plásticos con la que esté forrado el chásis...


Por cierto pronto hará un año de aquel suceso, y en descargo del conductor he de decir que en Valencia hace mucho más tiempo también me llevaron por delante, aunque en aquella ocasión fue con bicicleta y todo. Claro que no me pego muy fuerte, simplemente me hizo caer, y yo siempre he sido de los de equilibrio más bien precario, será porque tengo las piernas dobladas. Juro que también entonces yo cruzaba por donde debía, pero debo ser una persona muy golosa de atropellar.

Pero me estoy desviando, ayer tuve una mala pata relativa, aunque no diré que todas las malas patas sean como esta, porque no sé si en otra igual podría contener el estómago en su sitio. Y es que resultó que ayer viajé hasta Gijón para comer con el Xuac, que me llevó como viene siendo habitual a un sitio de alta alcurnia y dinero. Lo que a mí no me supuso problema alguno pues tengo una Visa Oro muy brillante de usarla tan poco, para cumplir objetivos. Aunque no hizo falta su uso, pagamos a paxas y en efectivo. Yo con billetes auténticos y él probablemente con alguno de los falsos que le cuelan día sí, día también en Pravia, que es lugar mencionado en todos los mentideros de la delincuencia más o menos organizada, donde se dicen muchas mentiras y alguna verdad. De su gusto por las cosas caras, hablaré quizá más adelante, otro día en que me haya desviado menos veces de lo que quiero contar. Aunque no me resistiré a mencionar que se compró una tele de 1500 euros, y esa es la mayor injusticia que se le puede hacer a una televisión de tanto nivel; enfrentarle su careto, algo cerril, todos los días.

Pero andaba diciendo lo de mi mala suerte ayer. Estaba yo sentado comodamente en uno de esos Alsas que solían viajar a Madrid bien cargados de dinamita, por lo que se está viendo, con mi MP3 puesto con la músiquita y con pilas recién cargadas, de reserva por si acaso, cuando asaltó de repente un olor mis fosas nasales, poco pobladas de pelo para lo que yo hubiera deseado. No podía ocurrime sino a mi. El tipo de mi propia fila, entre las últimas del autocar, una ventana para cada uno, estaba echando la papa, vamos que no se dejaba nada dentro. Regurgitaba la primera papilla, y sospecho que el arrojo primero debió ir contra la tapicería porque descubrí como una mujer que se sentaba delante de él le daba una bolsa para que recogiera la cena o el desayuno si fue copioso. Y el tipo nada arredrado se dispuso a rebosar la bolsa de plástico. Yo no pude oír su carraspera por la música aunque me llegaron intactos los efluvios, que deben atravesar el plástico y las distancias a una velocidad pareja a la de la luz, para mi desgracia. Al menos tuve la suerte de que aquella mujer, que era un tesoro de mujer, rocio el aire con algún perfume caro que enmascaró algo aquel aroma. Yo llevaba para entonces un buen rato oliéndome sino mordiéndome los nudillos. Nada tiene un efecto llamada mayor que el olor que desprende un vómito. De hecho todos los vómitos huelen más o menos igual, lo que viene a demostrar que los jugos acidos que descomponen los alimentos en el estómago son para todos los humanos una misma cosa. Como el material del que están hechas las uñas, supongo.

Gracias que yo en el estómago no tenía más que un café con leche de estación de autobús, y ni adrede hubiera podido arrojar. Pero juro que por un momento imaginé a todos los que cerrábamos el autocar potando casi al unísono como un coro de solistas solapándose unos a otros. Entonces los de delante habrían terminado potando casi con toda seguridad. Y hasta el conductor dejaría perdido el volante y el cuadro de mandos, aunque para entonces yo ya habría lanzado un asiento contra los cristales para recuperar aire fresco, sin pota. O me habría lanzado yo mismo contra los cristales, poco más o menos ya lo hice una vez que mi autocar yendo hacia el Perelló volcó cayendo casi sobre la vía del tren. Entonces yo perdí las gafas, pero me puse a buscarle un zapato a una mujer que me dijo que se lo alcanzara. Algún día detallaré esto, fue un suceso de cambiar la vida.

En fin, mala pata. No soporté mucho, entre media hora y tres cuartos. Le seguí los pasos a la mujer que había echado el perfume y me refugié en la parte delantera del autobús. Allí no olía nada. Los malandrines ni siquiera se habrían enterado.

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