Estuvimos correteando por la orilla y lo que es más importante cogiendo conchas, de esas con un relieve rayado que son un prodigio de la naturaleza, también cogimos por capricho de Pablo un par de piedritas planas negras que quería para regalar a su mamá. Convertimos la bolsa de ropa en un cofre del tesoro.
Mirando el suelo por ver qué más podíamos añadir a la colección tropezamos con un cangrejo, aunque Pablo le tenía algún temor, pues siempre guardó con el más que una prudente distancia, yo lo cogía y lo dejaba en el suelo para que viera como al llegar el agua y ablandar la arena él corría, marcha atrás, a hundirse dejando asomando nada más los ojillos, que parecían dos motas de arena que se volvían casi invisibles.
Pablo no fue, como tenía que ir, al cole el miércoles por pasear con su papá y apurar una paella a pie de playa. Menudas risas. Tengo fotos de eso también. Se lo pasó pipa, como él dice. Y nosotros encantados del mar, de la playa, de la siesta y de ver a los tíos al caer la tarde.
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